. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .(Supongo que lo que uno elige, los gustos que uno tiene, son una forma de autodefinirse; de decir quién se es, o . . . quién se quiere ser. Aunque esto pueda ser, hasta cierto punto, cierto; no es la intención de éste blog. Vaya como aviso para mis queridos amigos (y colegas) del "copía y pega"; pero sobretodo para mis compañeros de sufrimientos (y placeres) de la facultad: Todo lo escrito aquí está copiado literalmente y es material de estudio de las asignaturas de Bellas Artes. He intentado atenerme sólo a los conceptos estructurales alrededor de los cuales se puede ampliar un discurso; pero puede que, en mi entusiasmo por el tema, a veces me haya excedido un tanto. ¡¡Uno fué humano y estuvo enamorado!!. Mi intención es "aprehenderlo" al escribirlo y, de paso, intentar facilitaros el esfuerzo.)

lunes, 31 de octubre de 2011

¿Es ésto ArTe?




(artículo en el suplemento de el Diarío EL PAIS, 2003) “Excrementos enlatados. Tiburones disecados. Rostros desfigurados por el bisturí. ¿Dónde empieza la genialidad y dónde la tomadura de pelo? El mundo del arte es hoy más que nunca dinero y espectáculo. A la sombra de estos dos factores, la polémica ha aterrizado en los grandes museos. (Por Anatxu Zabalbeascoa)

'Toda la gente con la que me he acostado'_Tracey Emin
 -Entremos en la sala de exposiciones de una institución de prestigio centenario: la Royal Academy de Londres. Una cama deshecha firmada por Tracey Emin lleva por título "Toda la gente con la que me he acostado". 
  
El rótulo junto a tiburón conservado en formol reza "Imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo". Esta escultura levanta tanta expectación como polémica. Ese es precisamente su objetivo. La firma el joven británico Damien Hirst, el artista más revolucionario del momento. No lejos del tiburón, otro de los amigos de Hirst, Ron Mueck, ha realizado una escultura de silicona con la figura desnuda de su padre muerto. Lo ha tumbado en el suelo y lo ha titulado tal cual: "Papá muerto". Otro Papa, el de Roma, aparece también por los suelos. Hundido por un meteorito, en la instalación "Novena hora" que firma Mauricio Cattelan. Pero hay más; a lo largo de estas polémicas exposiciones (Sensation, en 1997, y Apocalipse, en 2000) se mostraron esculturas de niños andróginos (Jake y Dinos Chapman), el retrato de una asesina de menores (Marcus Harvey) y un lienzo con la imagen de la Virgen María pintada con excrementos de elefante y rodeada de vulvas (Chris Ofili). ¿Quién da más?. 

Ron Mueck_'Papá muerto'     -                                                                                                  Daniel Hirst_'Imposibilidad física de la muerte en alguien vivo'
 



'Virgen Marís'_Chris Of


-Muestras como éstas, tachadas de valientes, frescas y subversivas y, al mismo tiempo, de vacuas tomaduras de pelo o mera basura, son las que han recuperado para la ciudad de Londres el liderazgo como escenario de la vanguardia artística. La polémica, que han avivado las críticas y los comentarios, ha sido su mejor combustible: propaganda pura para un espectáculo (artístico o no) que maneja muchos millones de euros. Espectáculo y dinero, he ahí dos claves, dos palabras antiguas que se redefinen para describir lo que se entiende por arte hoy. Oportunistas o revolucionarias, estas exposiciones, que provocaron la dimisión de algunos académicos y la protesta de buena parte del público que llegó a destrozar algunas de las obras más incómodas, se han convertido en el motor económico de la institución que las albergó, la legendaria Royal Academy, algo así como la Academia de Bellas Artes de San Fernando española. El centro batió récords de visitantes cuando las exhibió. Sin precedentes fue también el eco de la polémica suscitada por los jóvenes artistas británicos. Comisarios, como el responsable de estos proyectos, Norman Rosenthal, que ha expuesto a los creadores coleccionados por el publicista Charles Saatchi, uno de los hombres que más dinero ha ganado comprando y vendiendo cuadros de Andy Warhol, en uno de los templos del arte británico, aseguran que si el escándalo es lo que mueve el arte británico eso es preferible “a que sea la política, como ocurre en España, la que decida la calidad de los artistas a exponer en un museo”.


Jake y Dinos Chapman



-Es un hecho. El rechazo y la burla han acompañado, en sus inicios, a cada uno de los movimientos que han definido el arte del siglo XX. En la antesala de las vanguardias, el salón de los refusés se hizo más famoso en el París de los impresionistas que las exposiciones que mostraban los trabajos académicos. Pero no todo lo rechazado es artístico, ni mucho menos. La provocación, del lado de los artistas, y el escándalo, por parte del público y la crítica, han caracterizado cada viraje de la historia del arte. Por eso rechazar este tipo de exposición, como hizo el entonces alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, que cerró la muestra Sensation cuando viajó a su ciudad, resulta, para muchos, retrógrado, difunde una imagen conservadora y va en contra de la libertad de expresión. Con todo, son muchos ya los que están empezando a correr la voz de que el emperador va desnudo. Las últimas provocaciones que llegan desde el irreverente Londres han comenzado a levantar sospechas. Ya no impactan ni las vacas degolladas, ni la exposición de vísceras putrefactas ni las acciones sadomasoquistas en las que los artistas se mutilan. Por eso, las dos últimas polémicas parecen poco más que repeticiones de escándalos ya superados. 



El año pasado, la Tate Gallery compró una de las latas de 30 gramos de mierda que, a principios de los sesenta, firmó el italiano Piero Manzoni. El precio de la obra rebasó los 30.000 euros. El gramo de excremento de artista superaba el precio del oro puro, y este hecho, naturalmente, suscitó la protesta burlona de la mayoría de los medios de comunicación, que, año tras año, muerden encantados el filón del desafío artístico. Por activa o por pasiva, por vanguardista o por revisionista, el arte actual genera titulares y polémica. El pasado diciembre una obra de título posmoderno El pensador después de Rodin se hacía con el Premio Turner, el más importante de Europa. Premiar al ordenador camuflado en un bloque rectangular de Keith Tyson fue considerado retrógrado por la crítica. Pero para el secretario de Estado del Ministerio de Cultura británico, Kim Howells, era parte de la misma tomadura de pelo. Howells tachó a los cuatro finalistas del Turner de basura conceptual. ¿Qué está ocurriendo? ¿Llueve sobre mojado? ¿Sólo las ideas tienen sentido en el arte contemporáneo? ¿Qué valor tienen el impacto y la sorpresa? ¿Cuáles son las claves de un negocio que puede llegar a multiplicar los beneficios de las inversiones inmobiliarias? ¿Qué es el arte hoy?



_-El arte actual no encuentra fácil definición. Tradicionalmente tampoco ha sido tarea sencilla definir lo artístico, y así, históricamente, el término arte se ha ido convirtiendo en una especie de cajón de sastre de bondades en el que cabía todo menos lo tangible, todo menos lo definible. Schopenhauer dijo que el arte era “la liberación del dolor de vivir”, y Jung aseguraba que el arte “no recuerda nada de la vida vulgar; sino más bien sueños, recovecos oscuros de la mente”. La mente, precisamente, era el lugar del arte para renacentistas como Leonardo da Vinci o Miguel Angel “El arte es cosa mental”, dijo el primero. “Se pinta con la mente, no con las manos”. Escribió el segundo. Si la definición de arte ha sido siempre amplia, ha sido igualmente vaga. Algo casi innombrable. La dificultad por verbalizar lo que es arte no es, pues, algo nuevo.


-Pero si es nueva la forma y la expresión de lo que hoy se considera arte. El arte moderno supuso una ruptura que ponía fin a la búsqueda técnica y mágico-religiosa que caracterizó las representaciones artísticas del pasado para dejar paso a las ideas. Buena parte del mundo intelectual asegura hoy que justo en ese momento (cuando el pensamiento sustituyó a la sensación, cuando la razón quiso analizar la emoción) se llegó al fin del arte. Lo que sucedió después de las últimas vanguardias pictóricas es calificado entonces como pensamiento, denuncia o comunicación, pero no como arte. Ese es el argumento de los más tradicionalistas. Los otros, los más provocadores, consideran que el abandono de lo bello para explorar otros campos supuso un paso crucial en la historia de la cultura. 

Duchamp                                                                                                                             WarHoL                                                       


El artífice de esa revuelta sin precedentes fue, para unos pocos, Andy Warhol, cuando, en los años sesenta, se dedicó a exponer cajas de detergente y a pintar latas de sopa. Pero para la mayoría de los historiadores el principio de la crisis se remonta a 1915, cuando el francés Marcel Duchamp, entonces un pintor cubista, exhibió un urinario al que había puesto por título Fuente . La exposición en una galería y los títulos convertían los objetos banales en obras de arte. Aquel gesto, de casi un siglo de antigüedad, todavía genera discusión. Sus detractores, como el historiador argentino Juan José Sebreli, aseguran que Duchamp, “ante su incapacidad como pintor, decidió cambiar las reglas del juego”. Sea como fuere, la jugada le salió redonda. El arte nunca ha vuelto a ser el que fue._-Desde que Duchamp expusiera su urinario, en el nombre del arte, se han expuesto, y muchas veces vendido, grasa (Joseph Beuys), basura (Arman), colchones viejos (Robert Morris), excrementos (Piero Manzoni), máquinas que aseguraban la destrucción del museo (Chris Burden) y coches aplastados (César). Los artistas se han cortado con cristales (Ana Mendieta), 

ORLaN


han pagado a la gente para que se masturbase (Santiago Sierra), se han transformado quirúrgicamente (Orlan), se han implantado un brazo mecánico (Stelarc), se han mutilado públicamente y han llegado, incluso, a cortarse el pene: el vienés Rudolf Schwarzkogler terminó, rodaja a rodaja, con el suyo poco antes de terminar con su vida. Con tanto pasado es difícil tener mucho futuro.  



.-Si lo inesperado no sorprende ya a nadie, si lo extraño se ha convertido en habitual y ya no hace pensar, ¿qué lo hace?. La entrada fulminante del mercado en la definición artística es, en opinión de muchos, lo que caracteriza al arte de nuestro tiempo. Si bien la protección de la vanguardia ha sido algo habitual en las clases altas, nunca antes hubo instituciones públicas para mostrar arte subversivo. Ni la otra cara de la moneda: grandes museos (como el Guggenheim) exhibiendo objetos industriales entre obras maestras (como motocicletas o moda préta-à-porter). Ante esta situación que denuncian los puristas, los directores de los museos aseguran que es fundamental relacionar el arte con otras disciplinas, y lo cierto es que otras cuestiones (como la hostelería o la venta de souvenirs) son fundamentales para mantener las arcas de los centros saneadas.
  

Sergio Prego
_-En el arte de hoy lo imprevisible es lo inesperado, las blasfemias, la norma sacra. “Hoy no hay más vanguardia que el éxito”, asegura Rogelio López Cuenca uno de los artistas españoles mejor considerados por parte de la crítica, los galeristas y los directores de museo. La obra de López Cuenca, que representó a España en la última Bienal de Säo Paulo, tiene reputación de incómoda y comprometida, y, sin embargo, se exhibe en una de las galerías más reconocidas de España, Juana de Aizpuru, y se muestra en colecciones públicas. Sus intervenciones son auténticas bofetadas para el espectador. La imagen de una patera repleta de marroquíes deshidratados expuesta sobre un eslogan de la Expo de Sevilla, “Tienes que venir”, se insertó en Canal Sur a modo de cortinilla. El mismo canal autónomo vetó otro de los proyectos de López Cuenca en el que se encadenaban imágenes de políticos con gente comulgando sobre otra frase: “Atrévete a probar: di no”.





_-“Si no entendemos el mundo, ¿por qué íbamos a entender el arte?, pregunta este artista para el que “la obra de arte es la que debe servir para entender el mundo, para plantear preguntas, para levantar sospechas, para poner en duda nuestras convicciones”. Algo parecido piensa la crítica Ángela Molina, que define el arte “como un espacio de incertidumbres, una forma de relacionarse con Edmundo, una invitación a construir otro sentido y una incitación a pensar”.




_-Si López Cuenca define con ironía lo que considera obligaciones del artista: “El artista tiene que meter el dedo en la llaga, pero con humor, delicadeza y amor, eso no tiene por qué resultar desagradable. El humor es el recurso que tienen para defenderse quienes no tienen otro poder”; el crítico Hal Foster define el papel de los críticos: “La gente ha asumido que la teoría salva al arte y lo hace hablar, pero es al revés: la obra de arte reta el modelo teórico y fuerza a pensar de una manera diferente”. Por eso Molina urge a un triple compromiso del crítico “con el artista, la obra y el público”. Y asegura que “lo que decide la bondad de una obra es su capacidad de arrancar en el espectador un deseo”. Con todo, son los críticos, y los comisarios, los que reciben la peor parte cuando se pasa a abordar el negocio que ¿también? es el arte. López Cuenca sostiene que los artistas no son de ningún modo el centro de este negocio: “Una nueva casta de gestores encarna el modelo del comisario-crítico-expandido al papel de marchante-empresario-periodista-editor de catálogos y hasta transportista y asegurador de obras de arte, cuando no director y promotor de museos de escultura al aire libre… que van vendiéndole proyectos (apoyados en sólidos dosieres de artículos de prensa publicados siempre por los mismos autores en las mismas revistas) a los alcaldes de provincias”. A Cuenca, la figura de estos nuevos gestores polifacéticos le recuerda al manager de Bienvenido Mr. Marshall: “Usté déjeme a mí, señor alcalde, que yo sé lo que les gusta a los americanos…”. “A los alcaldes les llenan las plazas de esculturas públicas de primeras firmas y les surten las salas de exposiciones de primeras marcas”. Por eso, sostiene, “todo esto cada vez tiene menos que ver con el arte y más con el negocio del entretenimiento (que, además, ¿a quién entretiene?). _-Cuenca considera que se ha ido construyendo la idea de la necesidad, casi de la obligación por parte de la Administración, de proporcionar arte y cultura a los ciudadanos como un servicio más, “cuando a los concejales de cultura les suele traer al fresco todo lo que sea la foto de la inauguración: lo que pase antes y después les trae sin cuidado”.


_-Ni los artistas ni el propio arte se salvan en el análisis de López Cuenca: que crítica la figura del artista profesional, una versión actual del antiguo pintor cortesano, “capaz de producir obras que ilustran las tesis de un crítico o comisario. Ese artista ilustrador convive con unas instituciones que obviando su función didáctica,, han asumido un discurso publicitario si explicar qué es lo que ofrecen ni para qué se ha hecho”. Esta situación es, en su opinión, lo que separa a la gente del arte contemporáneo. “Se está pidiendo a la gente que consuma arte con la boca abierta. Que traguen”. Y la mayoría de la gente ha decidido no tragar. Ante el arte contemporáneo, ni se sorprenden ni se escandalizan ni protestan siquiera. La mayoría de la población simplemente se aburre.






_-Tampoco ese aburrimiento o esa desconfianza es algo nuevo. La falta de confianza es algo nuevo. La falta de confianza ha caracterizado, desde sus inicios, al arte moderno. Theodor Adorno escribió en su Teoría estética: “El arte moderno más significativo carece por completo de importancia en una sociedad que es capaz de tolerarlo”. “Si el arte va a seguir siendo fiel a su concepto, deberá pasar al terreno del antiarte, o deberá desarrollar una desconfianza en sí mismo. El arte, para continuar, debería registrar de algún modo en su interior la posibilidad de su inexistencia”. Más filosófico que académico, más psicológico que estético, el arte actual parece haber abandonado definitivamente el territorio de la belleza. Este hecho, que pudo asustar hace casi un siglo, se considera hoy superado. El filósofo Arthur Danto, autor del ensayo El fin del arte, afirma que “el arte es una propuesta. No sólo objetos bellos”. “Lo bello en el arte pertenece a un mundo de héroes y santos que dejó de existir con el proceso de la racionalización de la sociedad. El arte debe enfrentarnos a la atrocidad, a la enfermedad y al horror, así como a la vulgaridad que rodea nuestros esquemas sociales”. Sostiene a su vez Àngels de la Motta, que dirige la galería de Barcelona Estrany de la Motta. ¿Qué le queda, pues, al arte de hoy?.


_-Decir que todo vale es, para Sebreli, lo mismo que decir que nada vale. “La desacralización del arte significa que todo puede ser arte, pero, por ese mismo motivo, nada lo es específicamente”. Ante esa paradoja, reaprender se ha convertido, para muchos, en la clave para recuperar el prestigio del arrte. Todos debemos volver a aprender. En primer lugar, los artistas. Sebreli urge al regreso a una cierta academia. “Los grandes artistas de la vanguardia comenzaron por ser disciplinados alumnos. Estudiaron a los grandes maestros antes de aventurarse a innovar”. Este historiador considera que los artistas actuales no saben ni pintar ni esculpir, y critica que hoy en las universidades se estudie en un mismo curso historia del arte y técnicas de marketing.




_-Frente a esa postura que reclama la recuperación de una academia, Tomás Llorens, responsable del Museo Thyssen madrileño, asegura que “en el arte no hay progreso”, y, por tanto, no hay un pasado mejor ni un futuro más moderno. Así, una pinturas de las cuevas de Altamira y un cuadro abstracto de Mark Rothko forman un todo indisociable. También hay posturas como la de Félix de Azúa, autor de un inspirado Diccionario de las artes (reeditado ahora por Anagrama), que diferencian entre la práctica artística y el inabarcable concepto metafísico del arte, que “ha muerto aplastado por una tarea que no podía soportar”. “Hoy”, escribió Azúa en la revista Letras Libres, “las artes han sustituido al arte y los artistas han sido reemplazados por artesanos que tratan de ganarse la vida manejando innumerables materiales e incontables soportes”. Del arte contemporáneo, Azúa destacaba su “hibridación con la publicidad y su complicidad con la industria del ocio”.




_-Es difícil definir lo que es el arte hoy, entre otras cosas porque el arte, o las artes, son hoy más plurales que nunca. En galerías contemporáneas conviven instalaciones y bodegones, grabados y videos. Juan Manuel Bonet, director del Reina Sofía, se declara irónicamente “politeista” y defiende la convivencia entre tendencias: de la pintura figurativa a la abstracta y del collage de papel al arte digital. “La historia se ha abierto en muchas direcciones. Hay que ser capaces de exponer al mismo tiempo a Tàpies y a Ramón Gaya”, sostiene. En ese generoso contexto, defender la necesidad de utilizar nuevos medios de expresión es la opción de los más arriesgados. La ventana abierta al futuro se encuentra, para el crítico portugués Antonio Cerveira Pinto, responsable de la galería virtual del Museo de Arte Iberoamericano de Badajoz (MEIAC):
http://www.meiac,orgm/ en la pantalla de los ordenadores. Cerveira afirma que incluso una feria supuestamente vanguardista como Arco es “demasiado siglo XX”. Para él, el arte del siglo XXI se está gestando en Internet. Se está dando una profunda transformación en los modos de producción, los canales de distribución y recepción de la experiencia artística. “El lenguaje hipermedia ha cambiado nuestros hábitos y nuestra forma de entender la cultura, el arte y los museos”, apunta el crítico, para el que la generación más joven de artistas ya no es siquiera una generación-Playstation. Las referencias a los nuevos creadores ya no surgen ni de la historia del arte (la tradición) ni contra la historia del arte (la vanguardia), sino al margen de ella. El propio Cerveira Pinto recuerda que, cuando señaló al mexicano Fran Ilich el parecido entre sus imágenes electrónicas y las pinturas abstractas de Jakson Pollock, aquél le contestó:”¿Pollock? ¿Qué Pollock?”.


_-Manuel Borja-Villel, director del Macba de Barcelona, comparte la apuesta por “las nuevas prácticas artísticas (surgidas a partir de las investigaciones sobre el documental, el cinema de exposición, los procesos sónicos, los modos de hacer y la acción directa…)” como una de las nuevas vías para el arte actual. Cree que “la cultura debe ser agonía y discusión”, y aconseja no tratar de definir lo que es el arte hoy, y fomentar su indefinición como válvula de escape: “La obra de arte no se concibe como algo cerrado cuya verdad es única y universal, sino como algo abierto con una red de significados indeterminada que cuestiona su propia realidad y la de los sujetos que la expresan”. Para Borja-Villel, el arte es, por tanto, un espacio para la critica y el pensamiento, o , lo que es lo mismo, un resquicio para luchar por la libertad. “Vivimos en una sociedad en la que nuestro espacio de libertad se ha convertido cada vez más en un espacio de consumo y nuestras experiencias han sido transformadas en mercancía. Vivimos en un sistema que tiende a esquematizar la singularidad, privando a los individuos de su especificidad psíquica. Todo el mundo parece hoy acomodarse a una jerarquía estándar de la imagen que se espera de él. Por tanto, en el contexto actual, la necesidad de crear una cultura crítica y de rebelión, que sea capaz de conservar nuestra realidad como individuos y colectividades, es esencial”.



_-¿No todo es mercado, pues, en el arte que se hace hoy? “El arte no está por encima de las miserables negociaciones del mercado. No está más allá de la vida diaria en un mundo superior, más allá de la realidad. Los artistas estamos como todos: vendiendo nuestro trabajo”, sentencia López Cuenca.


_-El proceso de reaprendizaje que proponen críticos y artistas incluye también a los propios museos. Reconsiderar se ha convertido en la labor fundamental para historiadores y galerías. El MOMA de Nueva Yotk está aprovechando su ampliación para hacer inventario. Han pasado ya muchos años desde su inauguración y algunos de los artistas que la institución expuso y encumbró no parecen aguantar bien el paso del tiempo. Es urgente, por tanto, revisar el arte contemporáneo y evaiuar qué es lo que, transcurridos unos años, sigue teniendo vigencia.



_-En esta lección colectiva para salvar el arte figura, en último lugar, una nueva necesidad: el esfuerzo del público para conseguir el mayor disfrute del arte. “Hay que pensar”, sostiene Arthur C. Danto. “Ahora el arte está en un momento más intelectual que sensual. Cuando visitas una exposición tienes que pensar como un filósofo y como un artista. El arte requiere tiempo, lectura, mirada y pensamiento para que, poco a poco, la obra revele todos sus secretos”.

miércoles, 5 de octubre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(1 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   "Los años setenta, una época que provoca poca nostalgia en el mundo del arte de hoy, pasaron sin dejar atrás una estética "típica". No fue una época de movimientos. Éstos, sobre todo el arte pop, pertenecían a los años sesenta. Los movimientos resucitarían con un brillo estruendoso en los años ochenta bajo el signo del reciclaje port-modernista: el neoexpresionismo, la pittura colta, el "neo-geo", y así sucesivamente. Pero en 1975 todos los ismos parecían pertenecer al pasado y las únicas personas que hablaban de "movimientos" -con añoranza, además- eran los marchantes. Los años sesenta produjeron estrellas del mundo del arte con la desenfrenada frecuencia de un niño agitando una bolsa llena de purpurina. El boom del mercado de los ochenta convertiría este proceso en una parodia. Pero no había ninguna nueva estrella de las artes en la década de los setenta exceptuando al adusto y moralizador Joseph Beuys en Alemanía.


   En la década de los setenta, los vestigios de las viejas discrepancías vanguardistas se reflejaban a través del enfrentamiento entre el arte "de la corriente principal" y el arte derivado de los medios de comunicación; un combate que estos últimos ganaron. Los años setenta fueron más pluralistas; toda clase de arte, desde los edredones feministas hasta los pastiches de Poussin, de repente encontró espacio para coexistir y la idea de "la corriente principal", tan cara a la crítica formalista, se hundió en la arena. Más aún, la noción de una vanguardia se vino abajo. La realidad social y el comportamiento cultural le habían despojado de sus significados. El ideal de la renovación social a través del desafio cultural había durado cien años, y su desaparición marcó el fin de la visión buscada afanosamente, aunque nunca consumada, de la relación entre el arte y la vida. Sin embargo, cuán total resultaría su extinción no se hizo finalmente evidente hasta que el mercado de los años ochenta la reemplazó. Porque fue el mercado lo que convirtió a la vanguardia en su pariente comercializado.


   En los setenta la modernidad devino la cultura oficial de América y de Europa. Apoyado por una disminución de los impuestos, encerrado en los museos, escudriñado por ejércitos crecientes de académicos y estudiantes graduados, reasegurado por corporaciones y agencias del gobierno, difundido a través de la educación de los norteamericanos ricos e inteligentes, coleccionado cada vez con más entusiasmo, la modernidad disfrutó a finales de los años sesenta del respaldo más fuerte que arte alguno haya tenido jamás de su sociedad. (La Roma del siglo XVII y el Egipto de los faraones quizá sean excepciones.) Naturalmente, esto acabó con el estatus de "independencia" que antes definía a la vanguardia. El indicio más claro de esto fue el desarrollo del museo norteamericano.


   A mediados del siglo XIX, los nortemericanos instruidos tendían a ver el arte como una rama de la piedad. Consideraban que toda clase de cuadros, desde los de Rafael y Guido Reni hasta las producciones más humildes de los luministas norteamericanos, eran como vehículos de instrucción moral. Hacer donaciones a los museos era la nueva forma de pagar diezmos. E incluso, aunque el arte no fuera ostensiblemente piadoso, se suponía que actuaría sobre el provincianismo nortemericano, ayudando a refinar su materialismo y puliendo las tosquedades de los nuevos ricos. El ideal del mejoramiento social por medio del arte liberó inmensas sumas de dinero y donaciones para la creación de museos, mientras el manto blanco de esas instituciones cubría a Norteamérica. Los ricos también lograron que el Congreso declarara que los obsequios a estos museos fueran deducibles.
   Así fue como se puso en marcha un formidable sistema de mecenazgo cultural. Al principio de la edad museística norteamericana, última década del siglo XIX, el Estado administraba casi todos los museos europeos y el gobierno los financiaba, y así permanecerían. En Norteamérica, el control seguía siendo privado, y la agresividad del capitalismo norteamericano se preparó para competir con las lentas burocracias culturales de Europa. Los mecenas de la norteamérica eduardina, rechinando sus dientes de tiburones, habían atesorado monumentos del arte del pasado en los palazzi Beaux-Arts. Pero el gran cambio tuvo lugar en 1929, cuando se fundó el Museo de Arte Moderno (MOMA) en Nueva York.
   Hasta entonces, para la mayoría de las personas, las palabras "museo" y "arte moderno" sonaban incompatibles. En 1929 ningún museo europeo quería coleccionar arte moderno. Sin embargo a un círculo de coleccionistas iluminados de Nueva York, esta prohibición les parecía innecesaria, y Alfred Barr, el director que eligieron para el MOMA embrionario, opinaba lo mismo.
   La colección del MOMA sería ecuménica; aunque en realidad se inclinó marcadamente hacia los logros de la Escuela de París. El MOMA de Barr tampoco hizo ningún esfuerzo para ocultar las conexiones profundas entre el arte modernista y el que le precedió. El MOMA tendía a difundir las tensiones de cada momento dentro de las luchas de los vanguardistas concediéndoles un valor histórico.

   A mediados de los años sesenta , el museo norteamericano se había transformado en el hábitat establecido del arte "vanguardista", y la universidad norteamericana en su incubadora.


  
   La diferencia esencial entre cualquier escultura del pasado y Equivalente VIII, de Carl André es que la obra de André depende totalmente del museo. Un Rodin en un estacionamiento sigue siendo un Rodin mal colocado; Equivalente VIII en el mismo estacionamiento simplemente no es más que un montón de ladrillos. Sólo el museo le proporciona la etiqueta que la identifica como arte, inmiscuyendo los ladrillos en el debate formal sobre los contextos, lo cual permitía que se vieran como parte de un movimiento artístico llamado "minimalismo". La parodoja de tales obras era que lo apostaban todo por el contexto institucional para lograr su efecto, mientras que, por otra parte, afirmaban la densidad y la singularidad de las cosas en el mundo real.
 
 
   De vez en cuando, una obra polémicamente minimalista estallaba (por así decirlo) en el mundo real procedente del museo, provocando tensiones. Tal fue el caso del Arco inclinado (1981), de Richard Serra.
   Era con mucho la escultura más ferozmente anticívica jamás colocada como monumento público en una ciudad norteamericana. La culpa la tenía el patrocinador al suponer que en materia de arte monumental no había que consultar a la población: era como si lo considerara algo medicinal, igual que el flúor en el agua potable, aunque actuaba en el alma en vez de en los dientes. El Arco inclinado demostraba cuán equivocada era esa actitud. A la larga lo quitaron, a pesar de la tenaz oposición de Serra, quien afirmó que, por tratarse de "una escultura para un lugar específico", sacarla de allí sería destruirla y reducirla al montón de metal oxidado y sin sentido que sus oponentes ya decían que era. Si algo demostraba el destino del Arco inclinado, es que puede ser que el buen arte no sea necesariamente buen arte público.
   Sin embargo, la escultura monumental más popular y más cargada de significado social de finales de los setenta fue una clonación estilística de la obra de Serra, diseñada por una joven estudiante de arte llamada Maya Lin: esos pulimentados muros de mármol nagro en forma de V con cascadas de nombres bajando hasta el suelo, en Washington, ese mausoleo que con elegancia y gravedad rinde homenaje a los norteamericanos que murieron en Vietnam, cuyos 53.939 nombres se grabaron en bloques.
   
  Pero aquí los materiales eran bellos; el tono, elegíaco; el contenido, impregnado de una emoción intensa, y el ego del artista quedaba disminuido.

   El caso del Arco inclinado fue excepcional en una Norteamérica que por los años ochenta había aprendido a aceptar cualquier cosa procedente de los artistas simplemente porque eran artistas, y por tanto privilegiados. El MOMA insufló sus valores a través del sistema de enseñanza norteamericano, desde el instituto hacia arriba; y hacia abajo también, estimulando extremadamente el prestigio de la "creatividad" y de la "autoexpresión" en los jardines de infancia. (...). Los valores y las actitudes de la modernidad ya no eran un asunto secundario en la historia del arte; se habían convertido en una industria, vinculada de cien maneras a la práctica de los museos, al mercado y a las actividades de los artistas contemporáneos. El lapso de tiempo entre la ejecución de la obra y su interpretación se redujo casi a cero, y la cantidad global de comentarios sobre el arte nuevo y nominalmente vanguardista rebasó los limites de lo que hubiera sido concebible en la época de Courbet, Cezanne o incluso Jackson Pollock. Por cada gramo de ideas nuevas, esta sobrecarga producía una tonelada de jerga llena de ensalmos, unos textos sobre arte en los que el miedo a no estar al día se mezclaba con el deseo de encontrar héroes y heroínas históricos debajo de cada piedra. Vinculado al sistema educacional, la modernidad institucional produjo unas versiones de la historia del arte que se podían enseñar con facilidad, enfatizando la narrativa banal de "progreso", "innovación" y "movimiento". Esta versión de las prioridades modernistas llegó a ser tan dogmática y rígida como las beaterías de la cultura oficial de hacía un siglo. En 1988, por ejemplo, cuando el British Council trató de encontrar en Nueva York un espacio para su exposición de Lucian Freud, ningún museo de allí la aceptó: la obra de este gran realista no era "moderna", mucho menos "postmoderna", y no encajaba dentro de la ideología estética de los museos."
   

domingo, 2 de octubre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(2 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo nuevo de Robert Hughes).

   "¿Dónde empezó esta nueva academia? En sus origenes, el mito vanguardista había considerado al artista como un precursor; la obra significativa es la que prepara el futuro. El culto de una vanguardia cultural no era imaginable antes de 1800. Fue fomentado por el auge del liberalismo. Allí donde el gusto cortesano, religioso o laico determinaba el mecenazgo, la innovación "subversiva" no era considerada como señal de calidad artística. Tampoco había ningún culto a la autonomía del artista; eso llegaría con los románticos._(...)

   (...)_Antes de la Revolución Industrial, la idea de una alfabetización masiva era sólo una idea, y una idea no siempre bien acogida. Esta situación dejaba sólo dos canales principales de discurso público: la palabra hablada (en conjunto, desde el cotilleo hasta el púlpito) y las imágenes visuales: la pintura y la escultura. De ahí la función didáctica del arte, desde las vidrieras de colores medievales pasando por los grandes ciclos de frescos del siglo XVI hasta los iconos políticos como el Juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David,

'Juramento de los Horacios'_Jacques-Louise David


determinando la opinión pública en asuntos de fe y en cuestiones políticas. En esas circunstancias, las imágenes hicieron que las leyendas fueran tangibles y creíbles, una creencia convincente; y por lo tanto, influyeron en el comportamiento. Eso era lo que siempre se había supuesto que el arte público hiciera._(...)
   (...)_La vanguardia surgió en un clima de cambiantes expectativas: el triunfo de las clases medias europeas y la expansión de la democracia capitalista. Contra el gusto centralizado, la democracia enfatizó el salón. En vez de ver la obra de un artista calificada de ejemplar por un rey o un pontifice, uno podía ir al salón para descubrir allí una auténtica Babel de imágenes, estilos y mensajes compitiendo entre sí._(...)_El salón estimulaba la comparación; la obra encargada, la fe. El público burgués no inventó el salón, pero sí creó el clima permisivo que dio lugar a la diversidad artística que el salón expresaba hacia 1820; una variedad que podía servir de fermento a una vanguardia. La idea de que la vanguardia y la burguesía eran enemigos naturales es uno de los mitos menos útiles de la modernidad. "Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère": esa frase tan citada de Baudelaire nos recuerda que el burgués, el enemigo nominal del arte nuevo, era su público principal en la década de los sesenta del siglo XIX, y su único público un siglo después.
   Todos conocen el escándalo y los improperios de que fueron victimas los pintores impresionistas entre 1874 y 1877. Pero los hijos de los que se mofaban de ellos se convirtieron en el público de la obra de Monet y de Renoir: aquellos idilios impregnados de luz se transformaron en sus paisajes mentales, un paraíso en la tierra, aquí y ahora. La clase media creó el impresionismo para la clase media, tan ciertamente como los artesanos hicieron lo abanicos rococó para las aristócratas. A su vez, luego los coleccionistas formados en el impresionismo los que se burlarían también de los cuadros fauvistas de Matisse en 1905, pero sus hijos no lo harían. Y así sucesivamente, el público, a veces una generación por detrás del arte, pero nunca más, hasta que después de mediados de los sesenta, el público de clase media por fin abrazó todos los aspectos del arte "avanzado", a tal punto que lo nuevo en una obra de arte era uno de los requisitos para su aprobación.

    Si el público del arte moderno procedía de la heterogénea concurrencia de masas que asistía a los salones de mediados del siglo XIX, el hombre que más hizo para provocarlo -el primer artista vanguardista, en el sentido pleno de la palabra, pues ofrecía tanto lo nuevo como la confrontación- fue Gustave Courbet (1819-1877), la personificación de la imagen del artista antisistema. 

'El origen de la vida'_Gustave Courbet
    Courbet no aceptaba ningún tema que no se pudiera tocar, verificable como hecho físico, en todo su peso, densidad y encarnación del mundo. Su negativa a idealizar parecía amenazadora. Por consiguiente, estaba considerado un primitivo o un revolucionario, o ambas cosas a la vez._(...)_Ningún artísta, hasta entonces, se había opuesto tan enérgicamente al gusto dominante de su época, y ninguno después de Goya y de David había tenido un sentido más poderoso de la misión política. Críticos como Alexandre Dumas hijo lo atacaron con esa clase de retórica que la sociedad suele usar para castigar a los malhechores, y esa furia hoy nos parece desproporcionada precisamente porque, hace un siglo, se consideraba que la pintura contenía una capacidad de alteración que ya nadie le atribuye.
   Courbet no inventó esa credibilidad social del arte por sí solo; era una herencia de siglos anteriores, cuando era una cosa común y corriente que el arte estuviera al servicio del poder establecido. Pero aunque Courbet cambió la historia del arte, su efecto en la historia misma fue insignificante. La lucha de clases en Francia hasta su muerte, en 1877, habría sido muy similar si él no hubiera pintado Los picapedreros y Entierro en Ornans, Sin embargo, nuestra comprensión de esos conflictos sociales sería distinta. Porque el arte no actúa directamente en la política como conjeturaron los comprometidos que vinieron después de Courbet. Lo más que puede hacer es ilustrar con ejemplos y modelos de conducta.
   No obstante, como hemos visto en el capítulo 2, la concepción de una fusión entre el arte radical y la política radical_(...)_había rondado a la vanguardia desde la época de Courbet. A primera vista, tenía cierta lógica. Cambiando el lenguaje del arte, se puede influir en las formas del pensamiento; cambiando la manera de pensar, se puede cambiar la vida. La historia de la vanguardia hasta 193o abunda en diversos (y finalmente inútiles) llamamientos a la acción revolucionaria y a la renovación moral, todo a partir de la esperanza de que tanto la pintura como la escultura podían seguir protagonizando el discurso social como había sucedido antes del desarrollo de los medios de comunicación. Proclamando esas ideas, algunos de los talentos de la modernidad más brillantes se condenaron a autoengañarse permanentemente debido a las limitaciones de su propio arte. Aunque eso apenas cambia sus logros estéticos, hace que la leyenda de sus actos parezca inflada. Se suele leer cómo los dadaístas en Zurich, durante la primera guerra mundial, llenaron de inquietud a los burgueses suizos con sus números de teatro y sus bufonadas en el cabaret Voltaire, sus poemas a base de sonidos simultáneos y los espectáculos de danza, canto y "primitivas" mascaradas; pero su impacto real en Zurich fue insignificante comparado, por ejemplo, con la trascendencia que los bajorrelieves de madera pintada del dadaista Hans Arp han tenido desde entonces para la historia del arte. Incluso cuando el movimiento Dadá se politizó a partir de 1918, su consecuencia real en la política alemana no significó nada. En realidad, el único movimiento vanguardista que tal vez influyó en la política, aunque fuera ligeramente, fue el futurismo, cuyas ideas y retórica (más que las obras de arte realmente pintadas por Balla, Severini o Boccioni) contribuyeron a crear el marco para la oratoria de Mussolini y a establecer la plataforma del culto fascista al conflicto armado, la velocidad, la falocracia y el autoritarismo gimnástico.(...)
   En cuanto al trágico destino de la vanguardia rusa, ya hemos visto cómo los constructivistas esperaban cambiar su país gracias al arte y al diseño, creando no sólo un estilo, sino un hombre nuevo "racional", y cuán pronto, después de 1929, Stalin extinguió esos esfuerzos. (...) ...como hace mucho tiempo señaló Ortega y Gasset, la primera consecuencia del vanguardismo es crear nuevas elites; la obra difícil divide al público en los que la entienden y los que no. Esta división no obedece a la línea política y puede que no esté de acuerdo con el estrato social que tiene el poder.
   La vanguardia creaba estas elites por medio de la simpatía, el proceso del reconocimiento mutuo: las "afinidades electivas" de Goethe. Eran grupos de individuos, no muestras de clases sociales. El arte excepcional era para su pequeño público excepcional un poco como un texto sagrado. La oscuridad que emanaba de esa estética mantenía el círculo cultural en la órbita del artista, como los acólitos alrededor de los sacerdotes. Lentamente, cristalizaba una secta.


   Manet y Flaubert nunca se consideraron "las voces de su época" en un sentido político. De modo que un ala de la vanguardia, como se desarrolló en el siglo XIX, odiaba las multitudes y la democracia fundándose en su derecho a desarrollar un discurso sin considerar las fórmulas para el bien común, en lo que Joyce llamaría "el silencio, el exilio y la astucia". El arte estaba por encima de la política y tenía que estarlo; ¿acaso se podía crear cualquier cosa seria gracias a una comunión democrática con su época? Charles Baudelaire pensaba que no: "Todos tenemos el espíritu republicano en nuestras venas, tal y como tenemos la sífilis en nuestros huesos, hemos sido democratizados y sifilizados".
   Flaubert, Manet y (sobre todo) Degas, tampoco lo creían: su relaismo buscaba una perfección invernal de observación matizada, expositiva, no didáctica. No intentaba mostrar las cosas como deberían ser, sino como eran realmente. El modelo de ese procedimiento, al cual recurrió Flaubert muchas veces, era la curiosidad objetiva del pensamiento científico, y su meta, producir un arte perfectamente límpido en el que se reflejara el mundo. (...) El mundo es un espectáculo que se modifica a sí mismo, pero cuya modificación el artista no puede atribuirse. Con objetividad e ironía, el arte contempla sus revelaciones como un lenguaje. Le basta con buscar la perfección formal y aguzar el lenguaje visual.
   De este modo, a partir de 1880 el arte moderno sería más gratuito, irónico y autosuficiente de lo que jamás había sido. Parecía esotérico, porque lo era.(...) Antes de 1880, la idea de que cada obra de arte contiene y le habla a su propia historia, y que esa conversación forma parte de su significado, se daba más o menos por sentada como trasfondo de la experiencia estética. Con la modernidad, esa noción pasó al primer plano, influyendo en la mayoría de las ideas acerca de lo que era y no era artísticamente avanzado. Cuanto más personal se volvía el arte, más era así. El arte de vanguardia era solitario. Reclamaba los mismos derechos que tenían las ciencias y que Flaubert adoptó como modelo literario; en particular, el derecho de no ser comprendido demasiado pronto por demasiada gente. Esto no se podía conseguir sin la anuencia intelectual de la clase media y un mercado libre. De hecho, el sistema de valores norteamericano eliminó la vocación de confrontación de la vanguardia. Estados Unidos aceptó el cambio; era adicto al progreso. Del mismo modo que su vida comercial se impregnó con el mito de la innovación utópica (personificada en el lema de la Exposición Universal de Nueva York en 1939 "¡El mundo de mañana: hoy!"), así también su industria cultural llegó a depender del anuncio de los desconcertantes y novedosos cambios estéticos, y del afán de embutir el "escalofrío" de lo próximo dentro del ahora. Acogió un modelo metódico y práctico de la novedad y de la diversidad. Nadie "quería" una Academia,




   Tampoco el futuro cultural parecía infundir miedo, (...) ... la angustía de la vanguardia europea -la hostilidad hacia el público que fulgura en un cuadro de Beckmann o incluso en uno de Picasso- se transformó en la idea del arte avanzado como terapia radical. Por lo tanto, la oposición entre el artista y el público casi desapareció. De modo que la principal esperanza de la vanguardia europea -que el nuevo arte pudiera cambiar la sociedad desafiándola- tuvo muchas dificultades para echar raíces en Estados Unidos.(...)
   Mientras tanto, el fetiche de la innovación estilística también se ha desmitificado, (...) Miramos al pasado y reflexionamos acerca de cómo ha configurado el presente. Pero el valor estético no emana de la aparente capacidad de la obra de predecir el futuro: no admiramos a Cézanne porque influyera en los cubistas. El valor nace de las profundidades de la obra misma: de su vitalidad, de sus cualidades intrínsecas, del discurso que dirige a los sentidos, al intelecto, a la imaginación; del uso que hace del cuerpo concreto de la tradición. En arte no hay progreso, sólo fluctuaciones de intensidad.(...) Los logros de la modernidad seguirán influyendo en la cultura durante las décadas venideras, debido a lo grande, imponente y, tan irrefutablemente convincente, que fue. Pero nuestra relación con sus esperanzas se ha transformado en nostalgia. La época de "lo nuevo", como el siglo de Pericles, ha entrado en la historia. Ahora nos enfrentamos al vacío de un arte totalmente monetarizado, en cuyo bajío poco profundo y excesivamente iluminado escuchamos unas débilas voces proclamando que su propia vacuidad es (¿qué otra cosa iba a ser?) un "nuevo desarrollo".


 

martes, 27 de septiembre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(3 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   A finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando gran parte de la juventud de la clase media europea y norteamericana era un hervidero de protestas -primero contra la guerra de Vietnam y después contra el racismo; el sexismo y la ruina ecológica-, a los artistas les resultaba dificil privar a sus obras de contenido político, aunque en privado abrigaran, o no, dudas sobre la eficacia pública de sus gestos.


   
    Algunos crearon un arte serio y que valía la pena que reflejara sus percepciones políticas. El artista norteamericano Neil Jenney (n.1940) pintó vistas de la naturaleza que eran detalles iconográficos, comprimidos en sus marcos. Los marcos -profusamente moldurados llevan la noción del cuadro como ventana al borde de la parodia. (...) Jenney suele enfatizar la idea del marco como parte de la imagen pintando de blanco sus rebordes interiores. (...) El marco es una cárcel para un signo de la inmensidad tradicional, la visión decimonónica de una Norteámerica inmaculada. Pero si uno mira más de cerca, descubre que este paisaje ideal padece ulceraciones, y una nube siniestra asciende desde la tierra. La perfección técnica evoca un mundo en peligro.

Edward Kienhoz_'El hospital del estado'-1966

   En las construcciones a guisa de retablos de Edward Kienholz (1927-1994), la imaginería de la violación, lo perdido y la incitación es tan palpable como una pared. El solipsismo de las figuras en El hospital del estado (1966) queda enfatizado con la metáfora de Kienholz de un globo de cómic, lo cual significa que el miserable ser acostado en la cama de abajo no hace más que soñar con la idéntica miseria del paciente que yace en la cama de arriba. Aunque la vieja pretensión de la vanguardia de cambiar las condiciones objetivas de la vida por medio del arte se ha desvanecido, la creencia de que aún puede contemplar un campo situado más allá de su propio proceso, creando imágenes inolvidables, sigue presente en Kienholz y le da una relevancia especial a la obra de, entre otros, R.B. Kitaj (n.1932)




"A mí me parece", declaró Kitaj en 1976, "que resulta al menos tan avanzado o radical intentar hacer un arte más social que no intentarlo". Sin embargo, su idea de un arte más social no tenía nada que ver con el realismo social. Es una especie de cuadro histórico fragmentado (un esfuerzo más lleno de alusiones que el de Robert Rauschenberg en los sesenta). El proyecto de Kitaj podría rebobinarse hasta llegar a la Tierra baldía, de T.S. Eliot, ya que es un intento de ver la historia a través de la lente de otros medios -libros, fotos, detalles de fotogramas aumentados, recuerdos iconográficos de toda clase, desde la cara de un judío condenado hasta los demonios atormentando a san Antonio en una obra de Sassetta- combinados en un montaje pintado. Alude obsesivamente al paisaje principal de la tragedia judía, el norte de Europa durante los años veinte y treinta, la época de los dictadores. Cuando aparece el mundo mediterráneo no es el paisaje suntuoso imaginado por Matisse y por Picasso, sino la Cataluña desgarrada por la guerra, un barrio prostibulario en Esmirna o El Pireo, o el sórdido ambiente levantino de la Alejandría de Cavafis. Sus protagonistas, cuyas presencias invocan frecuentemente los cuadros de Kitaj, son los Palinuros de la modernidad, los timoneles extraviados y los "cosmopolitas desarraigados", los judíos errantes y los perdedores de la lucha por el poder: Benjamín, Trotsky, Rosa Luxemburg. Kitaj está concentrado en la diáspora como emblema de la difusión y reagrupación cultural del siglo XX. Como en una deconstrucción literaria, negando la posibilidad de un significado definitivo para cualquier texto, él conecta su arte con la tradición judía erudita del midrash: un acumulado palimpsesto de interpretación crítica sobre cada línea de las Sagradas Escrituras, produciendo un "compendio enorme" sin ningún significado canónico establecido. Lo que generalmente salva la obra de Kitaj de los peligros de la congestión que esto plantea es el talento visual y la obsesiva ejercitación de su virtuoso dibujo, que recorre toda la gama de efectos, desde las historietas hasta el más puro lirismo -sus desnudos son los más eróticos del arte actual- pasando por las alusiones a la cultura de la reproducción en serie sin caer bajo su influjo.




   En Norteamérica, en los años setenta, la política del mundo del arte recibió la influencia de las ideas de aquellos que, como Herbert Marcuse, argumentaban que ningún acto -desde luego tampoco la creación de imágenes- era apolítico. Por lo tanto, casi cualquier gesto relacionado con el arte, aunque se realizara con el lenguaje correcto, podía considerarse un acto político. (...) Robert Morris cerró una exposición de sus cajas y series de troncos de poliestireno en el Museo Whitney de Arte Americano en señal de protesta por los bombardeos de Camboya.(...) Quizá el gesto más radicalmente conmovedor de la época fue el de una artista neoyorquina llamada Lee Lozano, quien anunció la representación de una "obra" en la que ella "gradual pero resueltamente evitaría asistir a los actos oficiales o públicos de la "zona residencial" de la ciudad y a las reuniones relacionadas con el "mundo del arte" para dedicarse a la investigación de una revolución total personal y pública".(...)
   Daniel Buren anunció, en 1967, en un rapto de égalité que "todo arte es reaccionario" y que el artista, como tal, es sólo un director de las fantasías de otra gente. La solución de Buren para la angustia del elitismo estético fue exhibir, dentro del Salón de Mayo de 1968, en doscientas vallas publicitarias por doquier en París y en la espalda de un hombre-anuncio que desfilaba frente a la galería, unos trozos de tela con rayas verdes y blancas que, para los no iniciados, semejaban muestras de lona para toldos.


  Los artístas radicales de los setenta despreciaban el mercado del arte y su afán de "comercialización". El objeto de su desprecio era una postura, un pequeño brote, comparado con el monstruo invasor en que se transformaría el mercado del arte en los ochenta. Pero la dependencia económica que sufría el arte a manos del capital provocaba sinsabores. Que el capitalismo era malvado por naturaleza y el origen de todos los racismos, guerras y opresiones era aún una opinión admitida en la ideología del 68, y también entre los artistas: bagaje intelectual de la época, un equipaje que no se volvió a empacar hasta los años ochenta. Esas ideas rechinaban con la creciente sensación de que las aspiraciones al arte "épico" (al adjetivo le brotaron unas comillas en los setenta) eran de algún modo falsas, mera jerga de vendedor. En esas regiones resbaladizas, uno de los pocos guías aceptables era Marcel Duchamp.
   A finales de los años sesenta, Duchamp había adquirido entre los artistas jóvenes la talla que tenía Picasso en la década de los cuarenta. Pero había una diferencia importante. Picasso era el prototipo viviente del "heroico" de la era moderna, luchando a brazo partido con todas las sensaciones que el mundo podía ofrecerle, sintiéndolas a través de sus propias emociones sin avergonzarse e imponiéndose a la vida con la misma libertad que Rubens. En cambio Duchamp era un poeta de la entropía. (...) Duchamp inventó una categoría que denominó "inframenudo", "subminúsculo"; residía, por ejemplo, en la diferencia de peso entre una camisa limpia y la misma camisa una vez usada. Inframenudo era el peso de la ampolleta que Duchamp rellenó con aire de París. Tenía en mente "un transformador para aprovechar las pequeñas energías derrochadas", como las que empleamos al soltar una risita, o cuando despedimos el humo del cigarrillo. (Semejante instrumento habría sido de utilidad en algunos círculos artísticos de Nueva York). En cierto sentido, preocuparse por tales insignificancias es puro dandismo, garabatos, una manera de pasar el tiempo. Pero en otro, reivindica un propósito crítico. En realidad, quiere decir: el arte, en el marco de las cosas más grandes, es pequeño, y uno sólo lo hace para pensar con un poco más de claridad. (...)
   El culto a lo inframenudo contribuyó a provocar una reacción general contra lo que se había transformado en el arte estándar del museo de la modernidad norteamericano: el lienzo grande, de buena factura, opulentamente coloreado, "postpictoricista", hecho con la intención de proporcionar un placer inteligente aunque a veces algo difuso y sensual: Frankenthaler, Louis, Noland. En su lugar se propuso un arte tan pequeño -de hecho, tan insignificante- que uno apenas se diera cuenta de que estaba allí. De ahí las esculturas de artistas como Richard Tuttle, cuya obra consitía en un trapo de color pardo o un trozo de alambre doblado."_('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes).
  









viernes, 23 de septiembre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(4 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   En la búsqueda de una pureza inviolable era necesario que las obras de arte desaparecieran, que perdieran su "cosificación" contaminante, y que surgieran como ideas. El resultado fue el arte conceptual, con sus listas, proposiciones y meditaciones gnómicas sobre acontecimientos insignificantes. Su linaje se remontaba a la Caja verde de Duchamp, y dos de sus padres más cercanos eran aquellos maestros de la provocación: Yves Klein (1928-1962), quien una vez organizó una exposición en París consistente en una enorme galería completamente vacía, y el italiano Piero Manzoni (1933-1963), uno de cuyos gestos fue la confección y distribución de un lote de pequeñas latas cada una de las cuales contenía treinta gramos de su propia mierda; una alusión al culto de la personalidad en el mercado del arte occidental, cuya concisión difícilmente será superada. Pero la mayor parte del arte conceptual tardío, especialmente cuando se hacía en las inmediaciones de las escuelas de bellas artes norteamericanas como Cal Arts -donde se gestó gran parte del arte de los ochenta-, no tenía ningún vestigio del ingenio de Manzoni ni del afán de trascendencia de Klein.(...)
   La oscuridad y la falta de sentido de la mayor parte del arte conceptual empeoraban a causa de la retórica que lo arropaba. "Suponiendo", empezaba un artículo en Art-Language, una publicación de los setenta, "que uno de los individuales cuasisintácticos es un miembro del grupo adecuado ontológicamente provisional -de una manera histórica, no sólo de una manera a priori (es decir, es histórico)-, entonces una concatenación de lo individual nominal y del grupo ontológico en Teorías de la ética (según la "definición")..." Se podría pensar que una retórica tan alambicada protegería una obra de arte de las caricias de cualquier coleccionista, pero estaríamos equivocados.(...)
   Y sin embargo el arte conceptual subsiste; en parte, sin duda, porque a pesar del "rigor" que reivindica, es muy fácil de hacer. Esa tendencia impedía que cualquier idea, por muy vaga y absurda que fuera, pudiera descartarse totalmente como idea fundamental de una supuesta obra de arte. También hizo posible que se reciclaran, en nombre de la "critiquización", los conceptos sobre el arte que eran anticuados, triviales o ambas cosas a la vez.(...)
   En los años setenta, los movimientos artísticos conocidos como "Obras en tierra" y el "Arte de terreno" ocupaban el extremo opuesto de esta incorporeidad, y aunque la mayoría de la gente conocía esas corrientes sólo a través de fotos, por lo menos nadie podía decir que las obras de Michael Heizer, Walter De María, James Turrell, el difunto Robert Smitson en Estados Unidos, y Richard Long en Inglaterra, eran insustanciales. Demasiado grande para los museos, el arte de terreno era una retirada literal al desierto, una forma de escapar de la horda de fortuitos consumidores de arte.


El Malecón en espiral (1970), de Smithson, un rizo de rocas y escombros apilados con una excavadora a través de cuyo terraplén se podía caminar, construido a orillas del Gran Lago Salado de Utah, enroscándose cuatrocientos metros en el agua, sólo era cabalmente legible como una espiral desde el aire. Hoy ya no se puede ver, porque las aguas del lago subieron inundando la estructura. Pero cuando se podía ver, las visitas al Malecón en espiral adquirían el carácter de una peregrinación, porque estaba muy lejos y, en realidad, resultaba muy difícil de encontrar. La primera impresión no era la de estar ante una nueva obra de arte, sino ante algo arcaico.(...). Situado, al parecer, más allá de la época de la modernidad, su diseño espiral entrañaba asociaciones prehistóricas, era un laberinto serpenteante, la forma más antigua del laberinto. Sus dimensiones -un desafío a los museos- no eran una simple exageración, sino un elemento necesario para la obra.



   Empezado en 1972, Complejo Uno de Michael Heizer se encuentra en un valle desértico de Nevada, a cuatro horas de Las Vegas yendo en coche a través de malas carreteras. Formalmente es una colina geométrica de tierra apisonada, escuadrada entre dos triángulos truncados de hormigón armado, modulada por macizas vigas voladizas de cemento. Mide cuarenta y dos metros de largo, treinta y tres de ancho y siete de alto: un trabajo de enormes proporciones para un hombre y un par de ayudantes. Visto en medio del aislamiento, en la superficie del desierto, bajo la ardiente piel azul del cielo, entre las artemisas bajas que salpican la pradera erosionada que lo rodea, Complejo uno es un espectáculo magnífico. Incluso su aspecto amenazador, sugiriendo un búnker, parece apropiado para el emplazamiento: la linde de un campo de pruebas nucleares en Nevada.

   

   Es difícil resucitar el asombro de los románticos ante la naturaleza en una cultura tan alejada de la naturaleza como la nuestra, pero, envueltas en la distancia y en la inmensidad estas obras de arte de terreno están saturadas de esa nostalgia. El deseo de ver el paisaje como el sitio donde mora la "presencia" trascendental es particularmente evidente en Campo de relámpagos, de Walter De María, terminado en 1977, en Nuevo México, trescientos kilómetros al suroeste de Alburquerque. Al contrario que la masa arquitectónica de Heizer, la obra de De María parece mutable, casi evanescente: más que una escultura, es una vibración en el vasto espacio. Consiste en cuatrocientos postes de acero inoxidable, todos terminados en agujas, cuyas puntas forman un plano a nivel (como una cama de clavos) de un kilómetro y medio de largo por uno de ancho. Cualquiera de esos postes puede actuar como pararrayos durante las tormentas eléctricas que a veces se desencadenan en el desierto, pero los rayos reales que descargan sobre ellos son poco frecuentes. Cuando el sol está alto, los postes parecen desaparecer. Por la mañana o al atardecer, cuando la luz se arrastra como un rastrillo, se convierten en astas brillantes. En todo momento actúan como variaciones del tema de las nubes, las tormentas de lluvia y las cataratas del sol.



   Por supuesto, entre estos dos extremos del concepto y de la obra en tierra, no dejaron de producirse cuadros y esculturas en los setenta. Ambos géneros estaban minimizados; eran los años de la retórica de "la pintura está muerta", una teoría a la que los pintores serios dieron la bienvenida, ya que tendía a desanimar a los que realmente no querían pintar. La principal víctima fue la idea del arte abstracto como la forma culminante de pintura. A finales de los setenta, no era posible encontrar, en ninguna parte del mundo, a un artista que pensara en la abstracción de la manera en que una vez Kandinsky o Mondrian la había concebido: como el presagio de un cielo y una tierra nuevos.(...)
   A finales de los setenta y principios de los ochenta, fue el audaz brío de Frank Stella, junto con la profusión de su producción, lo que más públicamente se resistió a la idea común de que la pintura abstracta estaba acabada.(...) Existe la tendencia a pensar que la carrera de los artistas abstractos empieza en lo complejo y termina en la simplificación con la sabiduría que da la edad, como ocurrió con la obra de Mondrian. Stella, hasta ahora, ha invertido esta tendencia: empezó con un estilo escueto, pero ha complicado su obra hasta llegar a la apoplejía.
   Hacia 1975, estaba convencido de que la pintura abstracta, para su propia supervivencia, tendría que aprender de los clásicos como Rubens y Caravaggio; debía encontrar "un espacio pictórico independiente para establecer sus lazos con el espacio cotidiano de la realidad percibida".

   
   El resultado fue un conjunto de relieves oblicuos brillantemente coloreados, los cuadros "brasileños" realizados entre 1974 y 1975, seguidos de los Pájaros exóticos que pintó entre 1976 y 1977. En esas obras se advertía que ahora Stella se había aficionado al gusto minimalista por la fabricación (a diferencia de lo artesanal) y la utilizaba para expresar todo lo que era máximo: colores cálidos, gestos y garabatos.(...) Sus elaboraciones tridimensionales, o esculturas pintadas, procedían de la escultura pintada cubista de Picasso, marcando el fin de su tradición con una cascada de fuegos artificiales; un espectáculo fúnebre y festivo a la vez. Stella quería poner las formas en movimiento en un espacio pictórico profundo para así despertar nuestros sentidos corporales. En cuadros de la serie Pájaros indios, como Shoubeegi, reemplazó el plano sólidamente negro con un soporte de malla metálica, para que las formas agitadas y ondulantes perecieran colgar del aire. El colorido parece haber superado el límite máximo del decoro, especialmente cuando se incrementa con parches de colores resplandecientes.




   "Cuando decimos que un cuadro funciona", escribió el crítico inglés Andrew Forge en un pasaje memorable, "es como si reconociéramos que el cuerpo está intacto, entero, enérgico, sensible, vivo. Esto se puede decir... independientemente de si es abstracto o figurativo, estilísticamente experimental o conservador." Y, por supuesto, había otros pintores abstractos de quienes se podía lo mismo.


   Por ejemplo, la pintora inglesa Bridget Riley (n.1931). La marejadas ondulantes de sus nuevas superficies reemplazaron los marcados e inestables conjuntos de puntos blancos y negros que la dieron a conocer en los años sesenta, y que fueron instantáneamente canibalizados por la industria de la moda. Pero su contenido esencial, ese sentimiento de deslizamiento o de amenaza al orden subyacente, permanecía intacto. Lo que, al principio, parecen "meras" variaciones de diseño se convierten en metáforas del malestar, incertidumbres estrechamente sintonizadas de interpretación.



    En Norteamérica, incluso el más somero muestreo de la diversidad de pintura abstracta incluiría a Brice Marden (n.1938), a Sean Scully (n.1945) y a Elizabeth Murray (n.1940). Ciertamente, la obra de Marden era minimalista, pero no de una manera supresora: reflejaba el tiempo que pasó en el Egeo. En Verde (Tierra) (1983-1984), una serie de largos y estrechos entrepaños se conectan permanentemente en formaciones de T silenciosas con rellenos. Sugieren las formas absolutas de la arquitectura clásica, las columnas y los dinteles, no presentadas como diagramas, sino bañadas en una luz curiosamente acumulada; los tonos sutiles son orgánicos, no esquemáticos, y nos hablan de la naturaleza. La superficie, de varias capas, sugiere una historia de crecimiento, sumergimiento y maduración.



   Una artista más alborotadora, una más anárquica hacedora de lienzos cortados y en capas, Elizabeth Murray, también empezó en uno de los primeros filones norteameticanos. La fricción sutil de los dedos amarillos y las formas biomórficas rosas alrededor del vacio central de Ojo de la cerradura (1982) tiene algo de la calidad de los cuadros de De Kooning de los años cuarenta, algo sexy y caligráfico a la vez: es una manera de evocar la presencia palpable del cuerpo como tema obsesivo, pero oblicuamente. Y hay una curiosa discordancia entre el formato enorme de los lienzos de Murray y sus emblemas domésticos: mesas y sillas, tazas y cucharas, un brazo, un perfil, un seno. Murray no es una "artista feminista" en ninguna de las acepciones ideológicas del término, pero su obra transmite una noción de la experiencia femenina: las formas se envuelven unas a otras, surgiriendo una imaginería de la crianza. Es también bastante demótica. Sus formas tienen un sabor a dibujos animados.(...)
   Murray también está endeudada con Juan Gris, el discreto maestro del cubismo analítico, con sus perfiles de tazas de té, las mesitas de noche y las cucharas, con esas luces y sombras encajando como las muescas de una llave en las guardas de una cerradura. Pero la obra de Murray es más burda, menos ordenada, inestable y teñida de franca ansiedad. Pero, por muy torpe que sea su factura, todo un temperamento está intentando transmitir esa sensación de qué se siente estando en el mundo. Un esfuerzo que va más allá de las fáciles categorías de lo abstracto y lo figurativo.



   
   El de Sean Scully es un temperamento más porfiado. Hace ahora unos veinte años que continúa con sus rayas enfáticas y, sin embargo, canalizadas a través de ese motivo formal (que es también una imagen apasionadamente sentida), han devenido más arquitectónicas, con un aplomo y una adaptación de las formas que entraña una amplitud dórica.(...) El meollo de su arte reside en la factura: no una ingrávida cuadrícula toda cubierta, ni una "cremallera" al estilo de Barnett Newman denotando un espacio inconmensurable más allá del borde del lienzo, sino una densa superficie de contrafuertes lentamente construidos a partir de una tecnología por lo demás obsoleta, la pintura sobre la tela, densa de resultas del tiempo y del trabajo acumulados, y que no vale para nada excepto para la creación estética. Las superficies de Scully limpiamente respiran deliberación y sinceridad. El uso que hace de la luz y del color nos remite a los pintores clásicos: en particular, a los grises argentados y los ocres velazqueños sobre fondo oscuro. El aire de seriedad que emana de esa luz y de esos colores es real.








   No obstante, a pesar de las cualidades de esas pinturas abstractas o semiabstractas -y la auténtica elegancia de algunas esculturas, (...) todos coinciden en que los años ochenta, en Norteamérica, pertenecían al arte figurativo. Que la mayoría de los obras figurativas fueran extraordinarimente malas, al menos durante un tiempo, parecía no venir al caso.(...) Si tuviéramos que elegir al pintor nortemericano más prominente de los años sesenta -cuando produjo lo mejor de su obra, esa perturbadora imaginería siempre autocuestionándose que diez años después de su muerte no puede sino seguirnos pareciendo cada vez más profunda- sería Philip Guston (1913-1983).(...)
   Fue el tono dominante de la abstracción norteamericana, su afirmación presuntuosa de ser el último y culminante producto de la historia del arte, lo que irritó a Guston. "No veo por qué", comentó en 1958, "tenemos que celebrar la pérdida de fe en las imágenes y símbolos conocidos en nuestra época como si fuera una liberación. Es una pérdida que padecemos, y ese patetismo motiva a la pintura y a la poesía moderna en su corazón." Ahora es fácil ver algo que asciende a la superficie de sus cuadros de los años sesenta, una forma solidificada, como una roca o un cogote vislumbrado a través de la niebla (o lodo gris); una cosa que quiere ser vista. Pero ¿es una figura? Las figuras pertenecían a la estética pop: no eran el tema de la alta abstracción. De ahí que a los espectadores se les cruzaran los cables y establecieran conexiones equivocadas cuando el bulto con el que luchaba Guston se convirtió en sus "kukluxkeros", aquellas caricaturas achaparradas, amenazadoras, de cabezas puntiagudas, que se paseaban con lazos corredizos y fumando puros en sus achaparrados automóviles. Guston había pintado dichas figuras en los años treinta y, después de su intervalo abstracto, resucitaron a causa de su exasperación con la función que el formalismo le habia asignado al arte: "A mediados de los sesenta me sentía dividido, esquizofrénico. La guerra, lo que pasaba en Norteamérica, la brutalidad del mundo. ¿Qué clase de hombre soy... dejándome llevar por una furia frustrada hacia todo, y entrando luego en mi estudio para cambiar un rojo por un azul?".
   Incapaz de ser indiferente, no era un artista pop, y sin embargo su cambio tenía algo que ver con el pop: la búsqueda de un arte ensartado entre las altas intenciones morales (cosa que no tenía el pop) y las imágenes demóticas (cosa que sí tenía).(...)
  En gran medida, los cuadros de Guston de los años setenta dieron forma a esa misma sensación de enajenación, de vacuidad postraumática, de sombrío humor resistente, y a los líricos barruntos de un orden de salvación que Eliot hizo visible en los años veinte. Su paisaje de detritus, la caspa y el asco de la civilización reflejados en Gegontion -"La cabra tose por la noche en el campo que está en lo alto (...) rocas, musgos, uvas de gato, hierros, excrementos, los grandes signos de una cultura derrumbada en el horizonte, a orillas de la seca llanura, visible pero inalcanzable. 

 
   
   Contemplar un lienzo de Guston como La calle (1977) es darse cuenta de esas conjunciones. Parece una guerra entre pandillas neoyorquinas, o entre vagabundos: el grupo de piernas huesudas pateando el suelo con sus botas opuesto a una falange de manos empuñando tapas de cubos de basura. Pero la composición -procesional como un friso- evoca los sarcófagos romanos y, a través de ellos, los lienzos de Mantegna que están en el palacio de Hampton Court; las tapas devienen escudos clásicos, y las botas con clavos (vueltas hacia nosotros para que sólo podamos ver el pesado arco metático de los clavos) se transforman en los cascos herrados de los marciales caballos de Uccello que piafan escorzados en La batalla de San Romano. Todo esto sucede de manera muy natural, pues el artista recurre a una cultura común cuya conservación era uno de los ejes más profundos de su ansiedad.



   Tras la muerte de Guston, una serie de artistas menores se "apropiaron" de su estilo como emblema, con toda esa sutileza interiorizada, esa imitación de la torpeza basada en una inmersión total en la cultura pictórica. Después de abrir una brecha en el muro formalista (cuyos defensores de todas maneras estaban bastante soñolientos en aquel entonces), Guston dejó un hueco a través del cual pasaron el expresionismo kitsch, el "arte figurativo chapucero" y la "mala pintura", pululando como los bichos en sus propios cuadros. Guston nunca fue el "Mandarín haciéndose pasar por un inepto", como le llamaron en el título de una crítica bien conocida, pero sus "seguidores" rara vez fueron algo más que ineptos haciéndose pasar por mandarines.