En la búsqueda de una pureza inviolable era necesario que las obras de arte desaparecieran, que perdieran su "cosificación" contaminante, y que surgieran como ideas. El resultado fue el arte conceptual, con sus listas, proposiciones y meditaciones gnómicas sobre acontecimientos insignificantes. Su linaje se remontaba a la Caja verde de Duchamp, y dos de sus padres más cercanos eran aquellos maestros de la provocación: Yves Klein (1928-1962), quien una vez organizó una exposición en París consistente en una enorme galería completamente vacía, y el italiano Piero Manzoni (1933-1963), uno de cuyos gestos fue la confección y distribución de un lote de pequeñas latas cada una de las cuales contenía treinta gramos de su propia mierda; una alusión al culto de la personalidad en el mercado del arte occidental, cuya concisión difícilmente será superada. Pero la mayor parte del arte conceptual tardío, especialmente cuando se hacía en las inmediaciones de las escuelas de bellas artes norteamericanas como Cal Arts -donde se gestó gran parte del arte de los ochenta-, no tenía ningún vestigio del ingenio de Manzoni ni del afán de trascendencia de Klein.(...)
La oscuridad y la falta de sentido de la mayor parte del arte conceptual empeoraban a causa de la retórica que lo arropaba. "Suponiendo", empezaba un artículo en Art-Language, una publicación de los setenta, "que uno de los individuales cuasisintácticos es un miembro del grupo adecuado ontológicamente provisional -de una manera histórica, no sólo de una manera a priori (es decir, es histórico)-, entonces una concatenación de lo individual nominal y del grupo ontológico en Teorías de la ética (según la "definición")..." Se podría pensar que una retórica tan alambicada protegería una obra de arte de las caricias de cualquier coleccionista, pero estaríamos equivocados.(...)
Y sin embargo el arte conceptual subsiste; en parte, sin duda, porque a pesar del "rigor" que reivindica, es muy fácil de hacer. Esa tendencia impedía que cualquier idea, por muy vaga y absurda que fuera, pudiera descartarse totalmente como idea fundamental de una supuesta obra de arte. También hizo posible que se reciclaran, en nombre de la "critiquización", los conceptos sobre el arte que eran anticuados, triviales o ambas cosas a la vez.(...)
En los años setenta, los movimientos artísticos conocidos como "Obras en tierra" y el "Arte de terreno" ocupaban el extremo opuesto de esta incorporeidad, y aunque la mayoría de la gente conocía esas corrientes sólo a través de fotos, por lo menos nadie podía decir que las obras de Michael Heizer, Walter De María, James Turrell, el difunto Robert Smitson en Estados Unidos, y Richard Long en Inglaterra, eran insustanciales. Demasiado grande para los museos, el arte de terreno era una retirada literal al desierto, una forma de escapar de la horda de fortuitos consumidores de arte.
El Malecón en espiral (1970), de Smithson, un rizo de rocas y escombros apilados con una excavadora a través de cuyo terraplén se podía caminar, construido a orillas del Gran Lago Salado de Utah, enroscándose cuatrocientos metros en el agua, sólo era cabalmente legible como una espiral desde el aire. Hoy ya no se puede ver, porque las aguas del lago subieron inundando la estructura. Pero cuando se podía ver, las visitas al Malecón en espiral adquirían el carácter de una peregrinación, porque estaba muy lejos y, en realidad, resultaba muy difícil de encontrar. La primera impresión no era la de estar ante una nueva obra de arte, sino ante algo arcaico.(...). Situado, al parecer, más allá de la época de la modernidad, su diseño espiral entrañaba asociaciones prehistóricas, era un laberinto serpenteante, la forma más antigua del laberinto. Sus dimensiones -un desafío a los museos- no eran una simple exageración, sino un elemento necesario para la obra.
Empezado en 1972, Complejo Uno de Michael Heizer se encuentra en un valle desértico de Nevada, a cuatro horas de Las Vegas yendo en coche a través de malas carreteras. Formalmente es una colina geométrica de tierra apisonada, escuadrada entre dos triángulos truncados de hormigón armado, modulada por macizas vigas voladizas de cemento. Mide cuarenta y dos metros de largo, treinta y tres de ancho y siete de alto: un trabajo de enormes proporciones para un hombre y un par de ayudantes. Visto en medio del aislamiento, en la superficie del desierto, bajo la ardiente piel azul del cielo, entre las artemisas bajas que salpican la pradera erosionada que lo rodea, Complejo uno es un espectáculo magnífico. Incluso su aspecto amenazador, sugiriendo un búnker, parece apropiado para el emplazamiento: la linde de un campo de pruebas nucleares en Nevada.
Es difícil resucitar el asombro de los románticos ante la naturaleza en una cultura tan alejada de la naturaleza como la nuestra, pero, envueltas en la distancia y en la inmensidad estas obras de arte de terreno están saturadas de esa nostalgia. El deseo de ver el paisaje como el sitio donde mora la "presencia" trascendental es particularmente evidente en Campo de relámpagos, de Walter De María, terminado en 1977, en Nuevo México, trescientos kilómetros al suroeste de Alburquerque. Al contrario que la masa arquitectónica de Heizer, la obra de De María parece mutable, casi evanescente: más que una escultura, es una vibración en el vasto espacio. Consiste en cuatrocientos postes de acero inoxidable, todos terminados en agujas, cuyas puntas forman un plano a nivel (como una cama de clavos) de un kilómetro y medio de largo por uno de ancho. Cualquiera de esos postes puede actuar como pararrayos durante las tormentas eléctricas que a veces se desencadenan en el desierto, pero los rayos reales que descargan sobre ellos son poco frecuentes. Cuando el sol está alto, los postes parecen desaparecer. Por la mañana o al atardecer, cuando la luz se arrastra como un rastrillo, se convierten en astas brillantes. En todo momento actúan como variaciones del tema de las nubes, las tormentas de lluvia y las cataratas del sol.
Por supuesto, entre estos dos extremos del concepto y de la obra en tierra, no dejaron de producirse cuadros y esculturas en los setenta. Ambos géneros estaban minimizados; eran los años de la retórica de "la pintura está muerta", una teoría a la que los pintores serios dieron la bienvenida, ya que tendía a desanimar a los que realmente no querían pintar. La principal víctima fue la idea del arte abstracto como la forma culminante de pintura. A finales de los setenta, no era posible encontrar, en ninguna parte del mundo, a un artista que pensara en la abstracción de la manera en que una vez Kandinsky o Mondrian la había concebido: como el presagio de un cielo y una tierra nuevos.(...)
A finales de los setenta y principios de los ochenta, fue el audaz brío de Frank Stella, junto con la profusión de su producción, lo que más públicamente se resistió a la idea común de que la pintura abstracta estaba acabada.(...) Existe la tendencia a pensar que la carrera de los artistas abstractos empieza en lo complejo y termina en la simplificación con la sabiduría que da la edad, como ocurrió con la obra de Mondrian. Stella, hasta ahora, ha invertido esta tendencia: empezó con un estilo escueto, pero ha complicado su obra hasta llegar a la apoplejía.
Hacia 1975, estaba convencido de que la pintura abstracta, para su propia supervivencia, tendría que aprender de los clásicos como Rubens y Caravaggio; debía encontrar "un espacio pictórico independiente para establecer sus lazos con el espacio cotidiano de la realidad percibida".
El resultado fue un conjunto de relieves oblicuos brillantemente coloreados, los cuadros "brasileños" realizados entre 1974 y 1975, seguidos de los Pájaros exóticos que pintó entre 1976 y 1977. En esas obras se advertía que ahora Stella se había aficionado al gusto minimalista por la fabricación (a diferencia de lo artesanal) y la utilizaba para expresar todo lo que era máximo: colores cálidos, gestos y garabatos.(...) Sus elaboraciones tridimensionales, o esculturas pintadas, procedían de la escultura pintada cubista de Picasso, marcando el fin de su tradición con una cascada de fuegos artificiales; un espectáculo fúnebre y festivo a la vez. Stella quería poner las formas en movimiento en un espacio pictórico profundo para así despertar nuestros sentidos corporales. En cuadros de la serie Pájaros indios, como Shoubeegi, reemplazó el plano sólidamente negro con un soporte de malla metálica, para que las formas agitadas y ondulantes perecieran colgar del aire. El colorido parece haber superado el límite máximo del decoro, especialmente cuando se incrementa con parches de colores resplandecientes.
"Cuando decimos que un cuadro funciona", escribió el crítico inglés Andrew Forge en un pasaje memorable, "es como si reconociéramos que el cuerpo está intacto, entero, enérgico, sensible, vivo. Esto se puede decir... independientemente de si es abstracto o figurativo, estilísticamente experimental o conservador." Y, por supuesto, había otros pintores abstractos de quienes se podía lo mismo.
Por ejemplo, la pintora inglesa Bridget Riley (n.1931). La marejadas ondulantes de sus nuevas superficies reemplazaron los marcados e inestables conjuntos de puntos blancos y negros que la dieron a conocer en los años sesenta, y que fueron instantáneamente canibalizados por la industria de la moda. Pero su contenido esencial, ese sentimiento de deslizamiento o de amenaza al orden subyacente, permanecía intacto. Lo que, al principio, parecen "meras" variaciones de diseño se convierten en metáforas del malestar, incertidumbres estrechamente sintonizadas de interpretación.
En Norteamérica, incluso el más somero muestreo de la diversidad de pintura abstracta incluiría a Brice Marden (n.1938), a Sean Scully (n.1945) y a Elizabeth Murray (n.1940). Ciertamente, la obra de Marden era minimalista, pero no de una manera supresora: reflejaba el tiempo que pasó en el Egeo. En Verde (Tierra) (1983-1984), una serie de largos y estrechos entrepaños se conectan permanentemente en formaciones de T silenciosas con rellenos. Sugieren las formas absolutas de la arquitectura clásica, las columnas y los dinteles, no presentadas como diagramas, sino bañadas en una luz curiosamente acumulada; los tonos sutiles son orgánicos, no esquemáticos, y nos hablan de la naturaleza. La superficie, de varias capas, sugiere una historia de crecimiento, sumergimiento y maduración.
Una artista más alborotadora, una más anárquica hacedora de lienzos cortados y en capas, Elizabeth Murray, también empezó en uno de los primeros filones norteameticanos. La fricción sutil de los dedos amarillos y las formas biomórficas rosas alrededor del vacio central de Ojo de la cerradura (1982) tiene algo de la calidad de los cuadros de De Kooning de los años cuarenta, algo sexy y caligráfico a la vez: es una manera de evocar la presencia palpable del cuerpo como tema obsesivo, pero oblicuamente. Y hay una curiosa discordancia entre el formato enorme de los lienzos de Murray y sus emblemas domésticos: mesas y sillas, tazas y cucharas, un brazo, un perfil, un seno. Murray no es una "artista feminista" en ninguna de las acepciones ideológicas del término, pero su obra transmite una noción de la experiencia femenina: las formas se envuelven unas a otras, surgiriendo una imaginería de la crianza. Es también bastante demótica. Sus formas tienen un sabor a dibujos animados.(...)
Murray también está endeudada con Juan Gris, el discreto maestro del cubismo analítico, con sus perfiles de tazas de té, las mesitas de noche y las cucharas, con esas luces y sombras encajando como las muescas de una llave en las guardas de una cerradura. Pero la obra de Murray es más burda, menos ordenada, inestable y teñida de franca ansiedad. Pero, por muy torpe que sea su factura, todo un temperamento está intentando transmitir esa sensación de qué se siente estando en el mundo. Un esfuerzo que va más allá de las fáciles categorías de lo abstracto y lo figurativo.
El de Sean Scully es un temperamento más porfiado. Hace ahora unos veinte años que continúa con sus rayas enfáticas y, sin embargo, canalizadas a través de ese motivo formal (que es también una imagen apasionadamente sentida), han devenido más arquitectónicas, con un aplomo y una adaptación de las formas que entraña una amplitud dórica.(...) El meollo de su arte reside en la factura: no una ingrávida cuadrícula toda cubierta, ni una "cremallera" al estilo de Barnett Newman denotando un espacio inconmensurable más allá del borde del lienzo, sino una densa superficie de contrafuertes lentamente construidos a partir de una tecnología por lo demás obsoleta, la pintura sobre la tela, densa de resultas del tiempo y del trabajo acumulados, y que no vale para nada excepto para la creación estética. Las superficies de Scully limpiamente respiran deliberación y sinceridad. El uso que hace de la luz y del color nos remite a los pintores clásicos: en particular, a los grises argentados y los ocres velazqueños sobre fondo oscuro. El aire de seriedad que emana de esa luz y de esos colores es real.
No obstante, a pesar de las cualidades de esas pinturas abstractas o semiabstractas -y la auténtica elegancia de algunas esculturas, (...) todos coinciden en que los años ochenta, en Norteamérica, pertenecían al arte figurativo. Que la mayoría de los obras figurativas fueran extraordinarimente malas, al menos durante un tiempo, parecía no venir al caso.(...) Si tuviéramos que elegir al pintor nortemericano más prominente de los años sesenta -cuando produjo lo mejor de su obra, esa perturbadora imaginería siempre autocuestionándose que diez años después de su muerte no puede sino seguirnos pareciendo cada vez más profunda- sería Philip Guston (1913-1983).(...)
Fue el tono dominante de la abstracción norteamericana, su afirmación presuntuosa de ser el último y culminante producto de la historia del arte, lo que irritó a Guston. "No veo por qué", comentó en 1958, "tenemos que celebrar la pérdida de fe en las imágenes y símbolos conocidos en nuestra época como si fuera una liberación. Es una pérdida que padecemos, y ese patetismo motiva a la pintura y a la poesía moderna en su corazón." Ahora es fácil ver algo que asciende a la superficie de sus cuadros de los años sesenta, una forma solidificada, como una roca o un cogote vislumbrado a través de la niebla (o lodo gris); una cosa que quiere ser vista. Pero ¿es una figura? Las figuras pertenecían a la estética pop: no eran el tema de la alta abstracción. De ahí que a los espectadores se les cruzaran los cables y establecieran conexiones equivocadas cuando el bulto con el que luchaba Guston se convirtió en sus "kukluxkeros", aquellas caricaturas achaparradas, amenazadoras, de cabezas puntiagudas, que se paseaban con lazos corredizos y fumando puros en sus achaparrados automóviles. Guston había pintado dichas figuras en los años treinta y, después de su intervalo abstracto, resucitaron a causa de su exasperación con la función que el formalismo le habia asignado al arte: "A mediados de los sesenta me sentía dividido, esquizofrénico. La guerra, lo que pasaba en Norteamérica, la brutalidad del mundo. ¿Qué clase de hombre soy... dejándome llevar por una furia frustrada hacia todo, y entrando luego en mi estudio para cambiar un rojo por un azul?".
Incapaz de ser indiferente, no era un artista pop, y sin embargo su cambio tenía algo que ver con el pop: la búsqueda de un arte ensartado entre las altas intenciones morales (cosa que no tenía el pop) y las imágenes demóticas (cosa que sí tenía).(...)
En gran medida, los cuadros de Guston de los años setenta dieron forma a esa misma sensación de enajenación, de vacuidad postraumática, de sombrío humor resistente, y a los líricos barruntos de un orden de salvación que Eliot hizo visible en los años veinte. Su paisaje de detritus, la caspa y el asco de la civilización reflejados en Gegontion -"La cabra tose por la noche en el campo que está en lo alto (...) rocas, musgos, uvas de gato, hierros, excrementos, los grandes signos de una cultura derrumbada en el horizonte, a orillas de la seca llanura, visible pero inalcanzable.
Contemplar un lienzo de Guston como La calle (1977) es darse cuenta de esas conjunciones. Parece una guerra entre pandillas neoyorquinas, o entre vagabundos: el grupo de piernas huesudas pateando el suelo con sus botas opuesto a una falange de manos empuñando tapas de cubos de basura. Pero la composición -procesional como un friso- evoca los sarcófagos romanos y, a través de ellos, los lienzos de Mantegna que están en el palacio de Hampton Court; las tapas devienen escudos clásicos, y las botas con clavos (vueltas hacia nosotros para que sólo podamos ver el pesado arco metático de los clavos) se transforman en los cascos herrados de los marciales caballos de Uccello que piafan escorzados en La batalla de San Romano. Todo esto sucede de manera muy natural, pues el artista recurre a una cultura común cuya conservación era uno de los ejes más profundos de su ansiedad.
Tras la muerte de Guston, una serie de artistas menores se "apropiaron" de su estilo como emblema, con toda esa sutileza interiorizada, esa imitación de la torpeza basada en una inmersión total en la cultura pictórica. Después de abrir una brecha en el muro formalista (cuyos defensores de todas maneras estaban bastante soñolientos en aquel entonces), Guston dejó un hueco a través del cual pasaron el expresionismo kitsch, el "arte figurativo chapucero" y la "mala pintura", pululando como los bichos en sus propios cuadros. Guston nunca fue el "Mandarín haciéndose pasar por un inepto", como le llamaron en el título de una crítica bien conocida, pero sus "seguidores" rara vez fueron algo más que ineptos haciéndose pasar por mandarines.
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