"Hacia finales de los setenta, concluyó la hegemonía del arte norteamericano. Los artistas europeos estaban hartos de oír hablar de lo mismo, y los estadounidenses ya no eran capaces de sostener esa supremacía. ¿Acaso lo único que había en materia de arte eran las virtuosas arideces, los pitidos como de buscapersonas y los zumbidos de un leve apocamiento, que se habían convertido en el menú del modernismo académico norteamericano? ¿Qué había sido del mito, de la memoria, de la fantasía, de la ingenuidad, de los rostros y las figuras, y de aquella sensación, una vez tan conocida, de estar contra la pared? ¿Qué había sido de las diferencias, las señas de identidad culturales que diferenciaban a los catalanes de los castellanos, a los de Berlín de los de Munich, a los napolitanos de los venecianos, y a todos de los norteamericanos? ¿Dónde estaba la Europa profunda anterior al último cuarto de siglo de reconstrucción de postguerra y que aún subyacía tras aquel barniz, debajo de la actividad de un internacionalizado (léase "americanizado") arte mundial?
Esas preguntas fueron básicas para el arte europeo a finales de los años setenta y principios de los ochenta._(...)_, supuso el replanteamiento de algunas prioridades grabadas en la historia del arte del siglo XX por el MOMA y sus vástagos. A veces la noción del pasado se interiorizaba profundamente en la obra, como en las esculturas de Giovanni Anselmo, más bien lacónicas que convencionalmente minimalistas,_(...)_, o las visiones pomposas y apocalípticas de Enzo Cucchi, que evocan a la vez el pasado precristiano y los rituales de la moderna bruja rural,_(...)_, o los pastiches que Sandro Chia hizo del futurismo italiano._(...)_. Este eclepticismo resucitado podía patinar en ese frenesí de energía, tal como sucedió con la obra nerviosa y confusa de Sigmar Polke,_(...)_. También podía reflejar una relación relativamente tranquila con el pasado, como en la obra escultórica de Ian Hamilton-Findlay.
La gran noticia transatlántica de principios de los años ochenta fue el neoexpresionismo alemán. En realidad, el expresionismo nunca había desaparecido del todo. Perduró en los años setenta a la zaga tanto del arte de terreno (con su implícita visión de la naturaleza como algo formidable y sacramental) como del arte corporal (Vito Acconci, Chris Burden o el artista vienés Arnulf Rainer).
Pero el profeta de la resurrección expresionista fue un alemán, Joseph Beuys (1921-1986). Escultor, actor en happenings, Luftmensch político y fantaseador, se convirtió en la figura más influyente del arte europeo y, en gran medida, fue responsable, en los años ochenta, del aumento de la confianza europea en su propio arte en oposición al de Nueva York.
Beuys no se convirtió en un artista profesional hasta que tuvo cuarenta y tantos años, tras haber sobrevivido a una serie de devastadoras depresiones; la tardia conversión de aquel piloto de la Luftwalfe y la angustia espiritual que le precedió eran parte importante de la leyenda para sus partidarios, quienes se tomaron su papel de profeta penitente tan en serio como si fuera un Lutero del orbe artístico desafiando al papado norteamericano._(...)_Su respuesta ante la incapacidad del arte de transformar directamente la sociedad fue dilatar la palabra artista para que incluyera a todos -para que el arte fuera cualquier forma de ser y hacer, en vez de una creación especifica- y luego denominar a todo el tejido social, la política incluida, como una "escultura social". Era brillante usando las cosas abandonadas, descarnadas, toscas y lacónicas para evocar un sentimiento trágico de la historia. Por ejemplo, su conmovedora caja relicario de Auschwitz, cuyo impacto se debía a su lenguaje indirecto: ningún cuerpo representado, sólo cosas en una caja de vidrio, bloques de grasa en una hornilla estropeada, salchichas en estado de descomposición, el cadáver seco de una rata en un cubo lleno de paja como una parodia de Cristo en el pesebre, el dibujo de un niño, un grabado del campo con sus filas apretadas de barracones. El aspecto "ingenuo" de los objetos encontrados y recogidos por Beuys prestaba al conjunto una convicción especial.
Beuys no se convirtió en un artista profesional hasta que tuvo cuarenta y tantos años, tras haber sobrevivido a una serie de devastadoras depresiones; la tardia conversión de aquel piloto de la Luftwalfe y la angustia espiritual que le precedió eran parte importante de la leyenda para sus partidarios, quienes se tomaron su papel de profeta penitente tan en serio como si fuera un Lutero del orbe artístico desafiando al papado norteamericano._(...)_Su respuesta ante la incapacidad del arte de transformar directamente la sociedad fue dilatar la palabra artista para que incluyera a todos -para que el arte fuera cualquier forma de ser y hacer, en vez de una creación especifica- y luego denominar a todo el tejido social, la política incluida, como una "escultura social". Era brillante usando las cosas abandonadas, descarnadas, toscas y lacónicas para evocar un sentimiento trágico de la historia. Por ejemplo, su conmovedora caja relicario de Auschwitz, cuyo impacto se debía a su lenguaje indirecto: ningún cuerpo representado, sólo cosas en una caja de vidrio, bloques de grasa en una hornilla estropeada, salchichas en estado de descomposición, el cadáver seco de una rata en un cubo lleno de paja como una parodia de Cristo en el pesebre, el dibujo de un niño, un grabado del campo con sus filas apretadas de barracones. El aspecto "ingenuo" de los objetos encontrados y recogidos por Beuys prestaba al conjunto una convicción especial.
Joseph Beuys_ 'El Equipaje'-1969. Furgoneta Volkswagen con 10 trineos |
Muchas de sus cosas más grandes se sitúan entre la amenaza y el humor: ese enjambre de trineos de la supervivencia cada uno con su manta de fieltro, su linterna y una ración de grasa, saliendo a raudales por la parte trasera de una furgoneta Volkswagen; o el piano cubierto con fieltro, como un elefante gris mal disecado, con dos cruces rojas cosidas en la piel. El interés de Beuys por el chamanismo y la invocación de animales totémicos -el conejo, la abeja y el ciervo entre otros, garabateados en innumerables dibujos, moldeados en cera y grabados en pizarra- tenía mucho más que ver con el panteismo de los primeros románticos septentrionales del siglo XX, como Klee o Franz Marc, que con la auténtica antropología, a pesar de su esperanza en un arte "antropológico" capaz de otorgar a los actos humanos un carácter ritual. El símbolo más memorable que concibió para expresar su creencia en el contrato entre el artista como chamán y el animal como tótem fué su happening de 1965, Cómo explicarle las imágenes a una liebre muerta, en el que aparecía con la cabeza embadurnada de miel y cubierto con panes de oro, con una plancha de hierro atada al tobillo derecho, hablándole entre dientes, de forma inaudible y durante tres horas, al cadáver del animal que acunaba en sus brazos.
Estos rituales paródicos, todo ese juego con palos y grasa, huesos, herrumbe, sangre, fango, cobertores de fieltro, oro y animales muertos, tenían un propósito: expresar un estado de conciencia precivilizada, un conocido tema de la modernidad. Pero sugerían, al contrario de los anteriores modelos "primitivos", la inminencia de un regreso a alguna forma de barbarismo, o cuando menos, al tribalismo. De ahí la popularidad del arte de Beuys entre los románticos jóvenes; pues ofrecía un delicioso escalofrío de imagineria telúrica y étnica a los que vivían en edificios altos. Al hacer eso, contribuía a rehabilitar ciertos sentimientos entrañables reprimidos tras la caída del nazismo.
El expresionismo figurativo había sido una invención alemana y austríaca. No fue simplemente un movimiento artístico del siglo XX, sino el final de una rica veta de imaginería que se extendía desde las tallas populares de Baviera y la obra de Mathias Grünewald hasta la melancolía alpina de Caspar David Friedrich y el extático culto a la naturaleza de Philip Otto Runge. Hitler odiaba el expresionismo como cosa de "judíos", pero algunos nazis prominentes, encabezados por Albert Speer, intentaron persuadirlo en los años treinta de que por lo menos algunos aspectos del expresionismo -la imaginería de un paisaje primordial y su simplicidad rural, el gusto por los temas campesinos y las visiones animistas de la naturaleza- podrían serle de mucha utilidad al Partido.
Speer llegó al extremo de proponer a Emil Nolde, nazi también, como artista oficial. Hitler ni siquiera quiso oír hablar del tema, de modo que los expresionistas fueron a parar al exilio o a los campos. Sin embargo, eso no significó que los artistas alemanes, después de la guerra, abrazaran el expresionismo con mucha alegría. Para entonces, sus atributos "germánicos", su enaltecimiento de lo instintivo, lo irracional y lo völkisch estaban casi tan absolutamente contaminados por las secuelas del nazismo como la música de Wagner o la arquitectura de Schinkel. Ahora se identificaba al arte abstracto con la libertad y la democracia. Se había convertido en parte de la imaginería de la reconstrucción de postguerra: la mayoría de los artistas alemanes adoptaron un estilo internacional, y lucían la abstracción de la misma manera que los arquitectos alemanes exhibían el bloque de oficinas abstracto con fachadas de muros de cortina: como un virtuoso uniforme de la desnazificación.
Beuys cortó ese nudo gordiano. Su don para convertir, como por medio de un acto chamanístico, los materiales convencionalmente repelentes y los recuerdos socialmente aborrecibles en visiones oblicuas de la historia, fue lo que provocó la resurrección expresionista de finales de los setenta. Consiguió reintegrar en la cultura moderna la nostalgia alemana de un pasado mítico, haciendo posible que los alemanes -por vez primera desde 1933 en el contexto de las artes visuales- se desenvolvieran con una conciencia tranquila en medio de su hereditaria imaginería romántica, tan fatalmente contaminada por Hitler.
El resultado fue la heftige Malerei, la 'pintura impetuosa', una nueva emanación de un pozo que se consideraba cerrado desde hacia mucho tiempo. En realidad, la "nueva pintura alemana" no era tan nueva; simplemente tardó bastante tiempo en establecerse, especialmente en Norteamérica. Se remontaba a principios de los sesenta, reflejándose más vividamente en la obra de dos jóvenes pintores de Berlín, Eugene Schönebeck (n. 1936) y Georg Baselitz (n. 1938). En efecto, la estética de esa generación confesaba que los padres -haciendo un apacible arte "internacional" en medio de los escombros de la postguerra alemana- habían defraudado a los hijos, cuya única esperanza era remontarse a una forma más vieja de afirmación alemana, aún dolorosamente sincera: el expresionismo. Perversamente, Baselitz insistió en la "no objetividad" de su obra: "Trabajo exclusivamente en la invención de nuevos ornamentos". Nada podía ser menos ornamental o abstracto que las obras que él y Schönebeck expusieron a principios de los sesenta, a continuación de sus manifiestos Pandämonium que sonaban a bisoñadas apocalípticas: "Queremos desenterrarnos, desenfrenarnos irrevocablemente (...) En la desesperación feliz, con los sentidos inflamados, el amor irresoluto, la carne dorada: la naturaleza vulgar, la violencia (...) Estoy en la luna como otros están en los balcones", etc. Los gruesos homúnculos de Schönebeck, las figuras macizas y débilmente dibujadas de Baselitz paseando entre montones de escombros, transmitían mucho de la cara oculta del "milagro económico alemán" de postguerra: esa sensación de mutilación y de derrota heredada, cuyo símbolo supremo fue el Muro de Berlín.
Esa pareja mostrándose mutuamente las manos estigmatizadas en Los grandes amigos (1965) se asemeja ahora a los emblemas proféticos de la propia generación de Baselitz, los portadores de la ecopolítica Verde, el terrorismo de la Facción del Ejército Rojo y las revueltas estudiantiles en Alemania a finales de los años sesenta.(...)
Pero entonces, ¿cuáles son los neoexpresionistas alemanes que sí pueden compararse con sus antecesores de hace sesenta años? El simple hecho de plantear la pregunta equivale a sentir una punzada de vergüenza, a pesar de la vehemencia del mercado en la década de los ochenta, del respaldo del gobierno de Alemania Occidental y de una veintena de corporaciones, de los elogios sin límites de los críticos, y del esfuerzo de los museos por consagrarlo, la mayor parte de la heftige Malerei parece apresurada, estridente y lamentablemente inflada. Resulta bastante curioso que mucho del neoexpresionismo parezca ahora un codicilo para el arte pop, en el cual un perpetuo fortissimo de "expresividad" -formato grande, espesas capas de pintura, figuras retorcidas, ojos que miran fijamente, factura apresurada y el ficticio salvajismo cromático- es fríamente citado como cualquier otro estilo museístico. Hay menos sentimiento auténtico en seis metros de garabatos, símbolos algebraicos y pseudoarcaicos monigotes de A.R.Penck que el que late en unos cuantos centímetros cuadrados de cualquiera de los últimos cuadros de Klee. Es poco probable que la posteridad ansie la obra de Rainer Fetting, Salome, K.H.Hodicke, Helmut Middendorf y los demás, con toda su prisa rimbombante y su estrepitosa torpeza. Posiblemente, de todos los nuevos pintores alemanes que surgieron a finales de los setenta y fueron ensalzados en influyentes exposiciones a principios de los ochenta -Un nuevo espíritu en la pintura en el Royal Academy, Zeitgeist en Berlín-, el único perdurable sea Anselm Kiefer.
Kiefer (n.1945) fue alumno de Beuys en la Academia de Arte de Düsseldorf, y su obra aún lleva la impronta de Beuys en sus materiales: alquitrán y paja, hierro oxidado y plomo. Sus enormes cuadros, cuya acumulación de detalles cubriendo toda la superficie revela una deuda considerable con Pollock además de con Beuys, son emblemas históricos con dejos mistagógicos. El tema obsesivo de Kiefer es la colisión letal entre la historia alemana y la judía, lo cual ha provocado la acusación de coquetear con un "fascismo fascinante" simplemente para darle a su obra un inmerecido peso moral. Ciertamente, se trata de una acusación injusta, aunque no es menos cierto que su retórica pictórica a veces se hunde bajo el peso de la historia que invoca. Una relación parcial de sus referencias incluiría la alquimia, la cábala, el holocausto, la historia del éxodo, Alemania ocupada por Napoleón, el kitsch neoclásico del nazismo: un cargamento muy pesado de llevar, incluso para cuadros grandes. Quizá el grupo de imágenes más humanamente conmovedor de Kiefer sea el que pintó inspirándose en "Fuga de la muerte", un poema escrito por Paul Celan en un campo de concentración alemán, que dice así en uno de sus pasajes:
"La muerte es un viejo maestro alemán sus ojos son azules
Te dispara con balas de plomo tiene buena puntería
un hombre vive en la casa tu pelo dorado Margarete
él nos pone su carga encima nos concede una sepultura en el aire
juega con las serpientes y sueña despierto la muerte es un viejo maestro alemán
tu pelo dorado Margarete
tu pelo ceniciento Sulamita..."
Margarete, la personificación rubia de la feminidad aria, y Sulamita, la judía incinerada que es también la arquetípica amada del Cantar de los Cantares, de Salomón, se entralazan en la obra de Kiefer de una manera evocadora, inquietante y oblicua. Ninguna aparece como figura; la presencia de Margarete queda señalada por unas briznas largas de paja dorada, mientras que el emblema de Sulamita es la sustancia quemada y la sombra negra.
De este modo, con Sulamita (1983), estamos ante la perspectiva piranesiana de una cripta achaparrada y tiznada por el fuego, donde el óleo aplicado en gruesas pulgadas de espesor se esfuerza por transmitir la resistencia de la mampostería. El subterráneo abovedado salió del diseño de un arquitecto nazi para una wagneriana "sala de funerales destinada a los grandes soldados alemanes", edificada en Berlín en 1939. El monumento hitleriano se convierte en monumento judío; al final de esa claustrofóbica mazmorra-templo, arde un pequeño fuego en un altar, el holocausto mismo.
El talento de KIiefer reside en el motivo, la imagen, y no es un artista formalmente inventivo. Sus dibujos carecen de fluidez y claridad, y el color es monótono, aunque lo primero parece reforzar la absoluta seriedad de su estilo y lo segundo, desde luego, contribuye a su lúgubre intensidad. Pero a pesar de toda su grandilocuencia, la obra de Kiefer transmite los mensajes sin el pomposo narcisismo que aflige a tantos de sus colegas.
Ciertamente no había nadie como Kiefer en Nueva York, cuya vieja función como centro imperial de la modernidad tardía empezó a presentar síntomas de desgaste en los años ochenta. Pero esos síntomas quedaban (al menos a principios de la década) parcialmente ocultos tras una frenética superficie de creación de celebridades, insultos entre críticos y promoción de mercado. La obra de Andy Warhol desembocó en su última decadencia, el kitsch débil, pero el doble mensaje de su carrera -que la industria de la moda era el principal modelo cultural y que el quid del arte era el negocio- arrasó como una avalancha en medio del boom del mercado del arte más grande de la historia.
En los años ochenta, el perfil del boom del arte de los sesenta cambió completamente. Quince años antes, en medio del clamor con que Norteamérica descubrió la cultura de la juventud como un fin en sí mismo, pretendiendo identificar la adolescencia tardía con una verdad visionaria y la moralidad política, el arte tendía a ensimismarse en sus propios procesos (el minimalismo) o en lo altruistamente decorativo (los campos de color). Lo mismo daba que desde el púlpito de la barricada universitaria se denunciara a los cerdos y fascistas, poco importaban las mutaciones que la angustia moral de Vietnam provocara en el discurso verbal, pasara lo que pasara, el campo de color y la caja mínima seguían conservando su carácter apolíneo; y en general, la juventud per se se veía como un problema técnico más al que los artistas tenían que enfrentarse en el camino hacia la madurez. A principios de los años ochenta, se verificó exactamente lo contrario. Aunque la izquierda norteamericana estaba desmoralizada y en plena retirada, el mundo del arte llegó a considerar a la juventud en sí como una señal de mérito: "la frescura", "el nuevo talento", pienso para un mercado de masas de repente en auge.
Una norteamérica muy distinta se dio a conocer con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. Su atmósfera era de un afable y burdo oportunismo ideológico; una sensación de bienestar gubernamental en las relaciones públicas y en el asesoramiento de imagen. Norteamérica en los años ochenta se embarcó en una política de hipocresía y de promesas tranquilizadoras que engranaba perfectamente con su cultura de la celebridad y la promoción.
El arte era el producto perfecto para aquel sistema de valores. Ahora Norteamérica contaba con más de un millón de millonarios -muchos de ellos millonarios serios, de ocho cifras-. Gradualmente, al principio, y luego con una prisa colectiva llena de entusiasmo, este ejército de coleccionistas potenciales comprendió que el arte era la única mercancía en la que se podían gastar cantidades ilimitadas de dinero sin parecer ordinarios, ni ostentosos. Las bañeras de mármol sólo significaban la riqueza, pero Jasper Johns ofrecía la trascendencia. Cuanto más arte uno compra, más principesco parecerá. Cada especulador se convirtió en su propio Lorenzo. Los productores de Hollywood, que hasta los años ochenta sólo se habían ocupado de su negocio tradicional, que era inundar de oropeles y porquerías las ondas hertzianas, de ahora en adelante eclosionaban con sus museos privados. Puede que todavía el corredor de bienes raíces con sus dientes afilados de tiburón pensara que Parmigianino era alguna clase de queso, pero tuvo que aprender a pronunciar las sílabas del nombre de Jean Baudrillard y a ronronear, con aire de erudicción, sobre la ironía de la postmodernidad. Como caribúes emigrando a través de la tundra ártica, rebaños de rumiantes, gentes interesadas en el arte visitaban las galerías de Wext Broadway y del East Village, a veces solos en sus limusinas, otras, guiados en grupos por asesores artísticos profesionales, mientras rumiaban pensativamente las categorías de lo nuevo y lo interesante. Y así, por primera vez en toda la historia, el arte se enfrentó a las condiciones de un mercado de masas. Al parecer, uno de cada dos norteamericanos había llegado a creer que la posesión de obras de arte otorgaba una distinción no sólo social, sino en cierto modo moral: el cuadro de De Kooning colgado en la sala sugería valor más dramáticamente que la Biblia en las salas de una Norteamérica ya lejana. Pero no había suficientes cuadros de De Kooning (ni arte clásico de ninguna clase) para satisfacerlos a todos.
En 1980, los tres cuadros más caros jamás vendidos en una subasta pública fueron Julieta y su niñera, de Turner (6,4 millones de dólares), Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez (5,4 millones de dólares), y El jardín del poeta, de Van Gogh (5,2 millones de dólares). En su momento, estos precios parecían escandalosos y espectaculares. Hoy serían casi demasiado módicos como para ser noticia. El mercado del arte a finales de los ochenta se había convertido en una demencial plaza de toros del fetichismo, donde unos lienzos de Van Gogh podían venderse por 35 millones de dólares a una compañía de seguros japonesa y por 53 millones de dólares a un fabricante de cervezas australiano; donde Yo, Picasso, un pequeño autorretrato de la primera época, sin ninguna importancia especial, subastado por unos 5 millones de dólares a mediados de los ochenta, se vendía en 1989 por 47 millones de dólares; donde incluso una obra de un artista vivo, Comienzo falso, de Jasper Johns, se vendía por 17,7 millones de dólares en una venta pública. Esos precios ya han perjudicado incalculablemente la noción del arte como un medio socialmente compartido, de libre acceso al pensamiento y al juicio crítico. Al final, puede que consigan destruir ambas concepciones, con muy pocas áreas de exención. La superficie centelleante y exorbitante del mercado del arte no consigue disimular una inmensa amargura: la muerte de la vieja creencia de que las grandes (y no tan grandes) obras de arte son, de algún modo, propiedad común de todos los seres humanos. Encasillada en ese marco de "valor" ridículo, la obra maestra se transforma en un instrumento para cegar a la gente deslumbrándola.(...)
Las obras que más consumía el nuevo mercado de masas eran las recientemente pintadas, y el proyecto del mercado de la postmodernidad era persuadir a su clientela de que el mayor valor correspondía a lo temporalmente nuevo. (Naturalmente, desempolvaron y reciclaron todos y cada uno de los flatulentos clichés de la leyenda áurea del vanguardismo.) La capacidad de cada cual para desenfundar el revólver, disparar sin apuntar y dar en el blanco del futuro antes de que sus precios se quintuplicaran fue solemnemente descrita por un marchante y coleccionista de arte de Nueva York, Eugene Schartz -con un término tomado de la jerga bursátil-, como "masa perceptiva". Con centenares, y luego miles, de aspirantes a coleccionistas, flexionando diligentemente los bíceps de sus masas perceptivas recién descubiertas, el mundo del arte neoyorquino a mediados de los ochenta había empezado a tener algo más que un ligero parecido con el apogeo de la tulipomanía en Utrech.
Tal vez aquella histeria apenas disimulada no habría importado demasiado si el nuevo material que consagraba hubiera poseído la solidez del mejor arte norteamericano de los años cincuenta o sesenta, pero realmente había muy poca calidad.(...)
En realidad, el tono de voz predominante en esa estética provenía no tanto de las tradiciones de las bellas artes como de los medios de comunicación, especialmente la televisión. Aquélla era la primera generación de artistas norteamericanos que había crecido frente a la caja boba, pegada al pezón del kitsch electrónico desde la infancia, mamando sus cambios de imágenes hiperrápidos, todo lo "guay" desechable, su predilección por la narrativa banal y su obsesión con la celebridad. Veinte años después del nacimiento del pop, la televisión había producido una cultura común que prácticamente había borrado la experiencia de primera mano de la naturaleza, excepto (gracias al movimiento ecologista) como tema de preocupación política. Una cultura penetrada por un curioso y distanciado sentido de la repetición, cuyas imágenes llegaban a un grado de saturación antes inimaginable. Esto entrañaba un problema para el fin de siglo norteamericano. Cuando el mundo entero, incluyendo las imágenes de su cultura, nos llega etiquetado y clasificado con antelación, la capacidad de experimentar sorpresa se agota; la novedad solicita un movimiento más rápido y una intensidad más burda. Se puede consumir arte en exceso, y eso fue lo que sucedió en los años ochenta.
Todas las categorías regresaron, pero no en su forma original, pues se habían transmutado en una conciencia exacerbada de su propia historia. No se podía (tal era la sensación) "expresar" ingenuamente, pero se podía citar el lenguaje de la expresión. De modo que todo el arte, reciclado a partir del banco colectivo de la memoria de la reproducción y la exposición museística, parecía aspirar a la condición de la estética pop. Los movimientos regresaron como simulacros de sí mismos, un proceso que le sentaba muy bien a la fase alejandrina de la modernidad, una cultura obsesionada con el reciclaje y la cita académica. La palabra de moda a principios de los años ochenta era "apropiación", lo que sonaba más dinámico que decir simplemente "cita" del arte de otro y más respetable que decir "plagio" a secas. Así las cosas, Sigmar Polke se apropió de las "transparencias" de Picabia, de las cuales a su vez se apropió un artista norteamericano más joven, David Salle (n.1952), mientras la construcción verdaderamente cultural del artista como héroe pasaba a ser propiedad de Julian Schnabel -quien la convirtió, como por medio del toque de varita mágica de un alquimista, en un plomizo cliché-: un pintor tan pagado de sí mismo que una vez llegó a decirle a un periodista que sus "pares" eran Duccio, Giotto y Van Gogh.
En los años ochenta, se experimentó toda la fuerza de una cultura de la reposición y el efecto extrañamente desplazador que ésta puede tener en cualquier cosa que sea estéticamente específica. Como la televisión misma, la cultura de la reposición tiende a borrar la sensación de estar en un lugar dado en un momento dado. Tiene hambre de las resucitaciones y está atormentada por una sensación de déjà-vu nacida de la disponibilidad total de todas las imágenes. En su perfecta disponibilidad, la reproducción tiende a superar la experiencia directa del arte en la pared de un museo. Aunque sin peso, promociona la discontinuidad.
Speer llegó al extremo de proponer a Emil Nolde, nazi también, como artista oficial. Hitler ni siquiera quiso oír hablar del tema, de modo que los expresionistas fueron a parar al exilio o a los campos. Sin embargo, eso no significó que los artistas alemanes, después de la guerra, abrazaran el expresionismo con mucha alegría. Para entonces, sus atributos "germánicos", su enaltecimiento de lo instintivo, lo irracional y lo völkisch estaban casi tan absolutamente contaminados por las secuelas del nazismo como la música de Wagner o la arquitectura de Schinkel. Ahora se identificaba al arte abstracto con la libertad y la democracia. Se había convertido en parte de la imaginería de la reconstrucción de postguerra: la mayoría de los artistas alemanes adoptaron un estilo internacional, y lucían la abstracción de la misma manera que los arquitectos alemanes exhibían el bloque de oficinas abstracto con fachadas de muros de cortina: como un virtuoso uniforme de la desnazificación.
Beuys cortó ese nudo gordiano. Su don para convertir, como por medio de un acto chamanístico, los materiales convencionalmente repelentes y los recuerdos socialmente aborrecibles en visiones oblicuas de la historia, fue lo que provocó la resurrección expresionista de finales de los setenta. Consiguió reintegrar en la cultura moderna la nostalgia alemana de un pasado mítico, haciendo posible que los alemanes -por vez primera desde 1933 en el contexto de las artes visuales- se desenvolvieran con una conciencia tranquila en medio de su hereditaria imaginería romántica, tan fatalmente contaminada por Hitler.
El resultado fue la heftige Malerei, la 'pintura impetuosa', una nueva emanación de un pozo que se consideraba cerrado desde hacia mucho tiempo. En realidad, la "nueva pintura alemana" no era tan nueva; simplemente tardó bastante tiempo en establecerse, especialmente en Norteamérica. Se remontaba a principios de los sesenta, reflejándose más vividamente en la obra de dos jóvenes pintores de Berlín, Eugene Schönebeck (n. 1936) y Georg Baselitz (n. 1938). En efecto, la estética de esa generación confesaba que los padres -haciendo un apacible arte "internacional" en medio de los escombros de la postguerra alemana- habían defraudado a los hijos, cuya única esperanza era remontarse a una forma más vieja de afirmación alemana, aún dolorosamente sincera: el expresionismo. Perversamente, Baselitz insistió en la "no objetividad" de su obra: "Trabajo exclusivamente en la invención de nuevos ornamentos". Nada podía ser menos ornamental o abstracto que las obras que él y Schönebeck expusieron a principios de los sesenta, a continuación de sus manifiestos Pandämonium que sonaban a bisoñadas apocalípticas: "Queremos desenterrarnos, desenfrenarnos irrevocablemente (...) En la desesperación feliz, con los sentidos inflamados, el amor irresoluto, la carne dorada: la naturaleza vulgar, la violencia (...) Estoy en la luna como otros están en los balcones", etc. Los gruesos homúnculos de Schönebeck, las figuras macizas y débilmente dibujadas de Baselitz paseando entre montones de escombros, transmitían mucho de la cara oculta del "milagro económico alemán" de postguerra: esa sensación de mutilación y de derrota heredada, cuyo símbolo supremo fue el Muro de Berlín.
Esa pareja mostrándose mutuamente las manos estigmatizadas en Los grandes amigos (1965) se asemeja ahora a los emblemas proféticos de la propia generación de Baselitz, los portadores de la ecopolítica Verde, el terrorismo de la Facción del Ejército Rojo y las revueltas estudiantiles en Alemania a finales de los años sesenta.(...)
Pero entonces, ¿cuáles son los neoexpresionistas alemanes que sí pueden compararse con sus antecesores de hace sesenta años? El simple hecho de plantear la pregunta equivale a sentir una punzada de vergüenza, a pesar de la vehemencia del mercado en la década de los ochenta, del respaldo del gobierno de Alemania Occidental y de una veintena de corporaciones, de los elogios sin límites de los críticos, y del esfuerzo de los museos por consagrarlo, la mayor parte de la heftige Malerei parece apresurada, estridente y lamentablemente inflada. Resulta bastante curioso que mucho del neoexpresionismo parezca ahora un codicilo para el arte pop, en el cual un perpetuo fortissimo de "expresividad" -formato grande, espesas capas de pintura, figuras retorcidas, ojos que miran fijamente, factura apresurada y el ficticio salvajismo cromático- es fríamente citado como cualquier otro estilo museístico. Hay menos sentimiento auténtico en seis metros de garabatos, símbolos algebraicos y pseudoarcaicos monigotes de A.R.Penck que el que late en unos cuantos centímetros cuadrados de cualquiera de los últimos cuadros de Klee. Es poco probable que la posteridad ansie la obra de Rainer Fetting, Salome, K.H.Hodicke, Helmut Middendorf y los demás, con toda su prisa rimbombante y su estrepitosa torpeza. Posiblemente, de todos los nuevos pintores alemanes que surgieron a finales de los setenta y fueron ensalzados en influyentes exposiciones a principios de los ochenta -Un nuevo espíritu en la pintura en el Royal Academy, Zeitgeist en Berlín-, el único perdurable sea Anselm Kiefer.
Kiefer (n.1945) fue alumno de Beuys en la Academia de Arte de Düsseldorf, y su obra aún lleva la impronta de Beuys en sus materiales: alquitrán y paja, hierro oxidado y plomo. Sus enormes cuadros, cuya acumulación de detalles cubriendo toda la superficie revela una deuda considerable con Pollock además de con Beuys, son emblemas históricos con dejos mistagógicos. El tema obsesivo de Kiefer es la colisión letal entre la historia alemana y la judía, lo cual ha provocado la acusación de coquetear con un "fascismo fascinante" simplemente para darle a su obra un inmerecido peso moral. Ciertamente, se trata de una acusación injusta, aunque no es menos cierto que su retórica pictórica a veces se hunde bajo el peso de la historia que invoca. Una relación parcial de sus referencias incluiría la alquimia, la cábala, el holocausto, la historia del éxodo, Alemania ocupada por Napoleón, el kitsch neoclásico del nazismo: un cargamento muy pesado de llevar, incluso para cuadros grandes. Quizá el grupo de imágenes más humanamente conmovedor de Kiefer sea el que pintó inspirándose en "Fuga de la muerte", un poema escrito por Paul Celan en un campo de concentración alemán, que dice así en uno de sus pasajes:
"La muerte es un viejo maestro alemán sus ojos son azules
Te dispara con balas de plomo tiene buena puntería
un hombre vive en la casa tu pelo dorado Margarete
él nos pone su carga encima nos concede una sepultura en el aire
juega con las serpientes y sueña despierto la muerte es un viejo maestro alemán
tu pelo dorado Margarete
tu pelo ceniciento Sulamita..."
Margarete, la personificación rubia de la feminidad aria, y Sulamita, la judía incinerada que es también la arquetípica amada del Cantar de los Cantares, de Salomón, se entralazan en la obra de Kiefer de una manera evocadora, inquietante y oblicua. Ninguna aparece como figura; la presencia de Margarete queda señalada por unas briznas largas de paja dorada, mientras que el emblema de Sulamita es la sustancia quemada y la sombra negra.
De este modo, con Sulamita (1983), estamos ante la perspectiva piranesiana de una cripta achaparrada y tiznada por el fuego, donde el óleo aplicado en gruesas pulgadas de espesor se esfuerza por transmitir la resistencia de la mampostería. El subterráneo abovedado salió del diseño de un arquitecto nazi para una wagneriana "sala de funerales destinada a los grandes soldados alemanes", edificada en Berlín en 1939. El monumento hitleriano se convierte en monumento judío; al final de esa claustrofóbica mazmorra-templo, arde un pequeño fuego en un altar, el holocausto mismo.
El talento de KIiefer reside en el motivo, la imagen, y no es un artista formalmente inventivo. Sus dibujos carecen de fluidez y claridad, y el color es monótono, aunque lo primero parece reforzar la absoluta seriedad de su estilo y lo segundo, desde luego, contribuye a su lúgubre intensidad. Pero a pesar de toda su grandilocuencia, la obra de Kiefer transmite los mensajes sin el pomposo narcisismo que aflige a tantos de sus colegas.
Ciertamente no había nadie como Kiefer en Nueva York, cuya vieja función como centro imperial de la modernidad tardía empezó a presentar síntomas de desgaste en los años ochenta. Pero esos síntomas quedaban (al menos a principios de la década) parcialmente ocultos tras una frenética superficie de creación de celebridades, insultos entre críticos y promoción de mercado. La obra de Andy Warhol desembocó en su última decadencia, el kitsch débil, pero el doble mensaje de su carrera -que la industria de la moda era el principal modelo cultural y que el quid del arte era el negocio- arrasó como una avalancha en medio del boom del mercado del arte más grande de la historia.
En los años ochenta, el perfil del boom del arte de los sesenta cambió completamente. Quince años antes, en medio del clamor con que Norteamérica descubrió la cultura de la juventud como un fin en sí mismo, pretendiendo identificar la adolescencia tardía con una verdad visionaria y la moralidad política, el arte tendía a ensimismarse en sus propios procesos (el minimalismo) o en lo altruistamente decorativo (los campos de color). Lo mismo daba que desde el púlpito de la barricada universitaria se denunciara a los cerdos y fascistas, poco importaban las mutaciones que la angustia moral de Vietnam provocara en el discurso verbal, pasara lo que pasara, el campo de color y la caja mínima seguían conservando su carácter apolíneo; y en general, la juventud per se se veía como un problema técnico más al que los artistas tenían que enfrentarse en el camino hacia la madurez. A principios de los años ochenta, se verificó exactamente lo contrario. Aunque la izquierda norteamericana estaba desmoralizada y en plena retirada, el mundo del arte llegó a considerar a la juventud en sí como una señal de mérito: "la frescura", "el nuevo talento", pienso para un mercado de masas de repente en auge.
Una norteamérica muy distinta se dio a conocer con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. Su atmósfera era de un afable y burdo oportunismo ideológico; una sensación de bienestar gubernamental en las relaciones públicas y en el asesoramiento de imagen. Norteamérica en los años ochenta se embarcó en una política de hipocresía y de promesas tranquilizadoras que engranaba perfectamente con su cultura de la celebridad y la promoción.
El arte era el producto perfecto para aquel sistema de valores. Ahora Norteamérica contaba con más de un millón de millonarios -muchos de ellos millonarios serios, de ocho cifras-. Gradualmente, al principio, y luego con una prisa colectiva llena de entusiasmo, este ejército de coleccionistas potenciales comprendió que el arte era la única mercancía en la que se podían gastar cantidades ilimitadas de dinero sin parecer ordinarios, ni ostentosos. Las bañeras de mármol sólo significaban la riqueza, pero Jasper Johns ofrecía la trascendencia. Cuanto más arte uno compra, más principesco parecerá. Cada especulador se convirtió en su propio Lorenzo. Los productores de Hollywood, que hasta los años ochenta sólo se habían ocupado de su negocio tradicional, que era inundar de oropeles y porquerías las ondas hertzianas, de ahora en adelante eclosionaban con sus museos privados. Puede que todavía el corredor de bienes raíces con sus dientes afilados de tiburón pensara que Parmigianino era alguna clase de queso, pero tuvo que aprender a pronunciar las sílabas del nombre de Jean Baudrillard y a ronronear, con aire de erudicción, sobre la ironía de la postmodernidad. Como caribúes emigrando a través de la tundra ártica, rebaños de rumiantes, gentes interesadas en el arte visitaban las galerías de Wext Broadway y del East Village, a veces solos en sus limusinas, otras, guiados en grupos por asesores artísticos profesionales, mientras rumiaban pensativamente las categorías de lo nuevo y lo interesante. Y así, por primera vez en toda la historia, el arte se enfrentó a las condiciones de un mercado de masas. Al parecer, uno de cada dos norteamericanos había llegado a creer que la posesión de obras de arte otorgaba una distinción no sólo social, sino en cierto modo moral: el cuadro de De Kooning colgado en la sala sugería valor más dramáticamente que la Biblia en las salas de una Norteamérica ya lejana. Pero no había suficientes cuadros de De Kooning (ni arte clásico de ninguna clase) para satisfacerlos a todos.
En 1980, los tres cuadros más caros jamás vendidos en una subasta pública fueron Julieta y su niñera, de Turner (6,4 millones de dólares), Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez (5,4 millones de dólares), y El jardín del poeta, de Van Gogh (5,2 millones de dólares). En su momento, estos precios parecían escandalosos y espectaculares. Hoy serían casi demasiado módicos como para ser noticia. El mercado del arte a finales de los ochenta se había convertido en una demencial plaza de toros del fetichismo, donde unos lienzos de Van Gogh podían venderse por 35 millones de dólares a una compañía de seguros japonesa y por 53 millones de dólares a un fabricante de cervezas australiano; donde Yo, Picasso, un pequeño autorretrato de la primera época, sin ninguna importancia especial, subastado por unos 5 millones de dólares a mediados de los ochenta, se vendía en 1989 por 47 millones de dólares; donde incluso una obra de un artista vivo, Comienzo falso, de Jasper Johns, se vendía por 17,7 millones de dólares en una venta pública. Esos precios ya han perjudicado incalculablemente la noción del arte como un medio socialmente compartido, de libre acceso al pensamiento y al juicio crítico. Al final, puede que consigan destruir ambas concepciones, con muy pocas áreas de exención. La superficie centelleante y exorbitante del mercado del arte no consigue disimular una inmensa amargura: la muerte de la vieja creencia de que las grandes (y no tan grandes) obras de arte son, de algún modo, propiedad común de todos los seres humanos. Encasillada en ese marco de "valor" ridículo, la obra maestra se transforma en un instrumento para cegar a la gente deslumbrándola.(...)
Las obras que más consumía el nuevo mercado de masas eran las recientemente pintadas, y el proyecto del mercado de la postmodernidad era persuadir a su clientela de que el mayor valor correspondía a lo temporalmente nuevo. (Naturalmente, desempolvaron y reciclaron todos y cada uno de los flatulentos clichés de la leyenda áurea del vanguardismo.) La capacidad de cada cual para desenfundar el revólver, disparar sin apuntar y dar en el blanco del futuro antes de que sus precios se quintuplicaran fue solemnemente descrita por un marchante y coleccionista de arte de Nueva York, Eugene Schartz -con un término tomado de la jerga bursátil-, como "masa perceptiva". Con centenares, y luego miles, de aspirantes a coleccionistas, flexionando diligentemente los bíceps de sus masas perceptivas recién descubiertas, el mundo del arte neoyorquino a mediados de los ochenta había empezado a tener algo más que un ligero parecido con el apogeo de la tulipomanía en Utrech.
Tal vez aquella histeria apenas disimulada no habría importado demasiado si el nuevo material que consagraba hubiera poseído la solidez del mejor arte norteamericano de los años cincuenta o sesenta, pero realmente había muy poca calidad.(...)
En realidad, el tono de voz predominante en esa estética provenía no tanto de las tradiciones de las bellas artes como de los medios de comunicación, especialmente la televisión. Aquélla era la primera generación de artistas norteamericanos que había crecido frente a la caja boba, pegada al pezón del kitsch electrónico desde la infancia, mamando sus cambios de imágenes hiperrápidos, todo lo "guay" desechable, su predilección por la narrativa banal y su obsesión con la celebridad. Veinte años después del nacimiento del pop, la televisión había producido una cultura común que prácticamente había borrado la experiencia de primera mano de la naturaleza, excepto (gracias al movimiento ecologista) como tema de preocupación política. Una cultura penetrada por un curioso y distanciado sentido de la repetición, cuyas imágenes llegaban a un grado de saturación antes inimaginable. Esto entrañaba un problema para el fin de siglo norteamericano. Cuando el mundo entero, incluyendo las imágenes de su cultura, nos llega etiquetado y clasificado con antelación, la capacidad de experimentar sorpresa se agota; la novedad solicita un movimiento más rápido y una intensidad más burda. Se puede consumir arte en exceso, y eso fue lo que sucedió en los años ochenta.
Todas las categorías regresaron, pero no en su forma original, pues se habían transmutado en una conciencia exacerbada de su propia historia. No se podía (tal era la sensación) "expresar" ingenuamente, pero se podía citar el lenguaje de la expresión. De modo que todo el arte, reciclado a partir del banco colectivo de la memoria de la reproducción y la exposición museística, parecía aspirar a la condición de la estética pop. Los movimientos regresaron como simulacros de sí mismos, un proceso que le sentaba muy bien a la fase alejandrina de la modernidad, una cultura obsesionada con el reciclaje y la cita académica. La palabra de moda a principios de los años ochenta era "apropiación", lo que sonaba más dinámico que decir simplemente "cita" del arte de otro y más respetable que decir "plagio" a secas. Así las cosas, Sigmar Polke se apropió de las "transparencias" de Picabia, de las cuales a su vez se apropió un artista norteamericano más joven, David Salle (n.1952), mientras la construcción verdaderamente cultural del artista como héroe pasaba a ser propiedad de Julian Schnabel -quien la convirtió, como por medio del toque de varita mágica de un alquimista, en un plomizo cliché-: un pintor tan pagado de sí mismo que una vez llegó a decirle a un periodista que sus "pares" eran Duccio, Giotto y Van Gogh.
En los años ochenta, se experimentó toda la fuerza de una cultura de la reposición y el efecto extrañamente desplazador que ésta puede tener en cualquier cosa que sea estéticamente específica. Como la televisión misma, la cultura de la reposición tiende a borrar la sensación de estar en un lugar dado en un momento dado. Tiene hambre de las resucitaciones y está atormentada por una sensación de déjà-vu nacida de la disponibilidad total de todas las imágenes. En su perfecta disponibilidad, la reproducción tiende a superar la experiencia directa del arte en la pared de un museo. Aunque sin peso, promociona la discontinuidad.
Sin embargo, en aquella decada demasiado estresada, había un foco de arte que valía la pena, constituido por artistas neoyorquinos más jóvenes. De modo que, aparte de los artistas abstractos y semiabstractos antes mencionados (Scully, Marden, Murray), estaba, por ejemplo, la obra gravemente icónica de Robert Moskowitz y la de Susan Rothenberg. A mediados de los setenta, Rothenberg salió del arte minimalista para entrar en el figurativo nada menos que con imágenes de caballos: siluetas esquinas, emblemáticas y no descriptivas, incrustadas en el espacio plano. En realidad, su aspecto "primitivo" era la cita; el uso inteligente de los colores en estrecha armonía y su pigmento pastoso elegantemente manipulado demostraba que ya era una artista de una sofisticación considerable. Lo que no estaba tan claro era adónde conducía aquella imaginería casi heráldica. Pero ella se aferró a la (igualmente emblemática) figura humana, presentándola como una colección de partes, signos y fragmentos: una boca abierta, una cabeza como un bulto, o la secuencia de imágenes de un brazo extendiéndose que parece tartamudear a través del lienzo con la inseguridad de un enfermo terminal. La obra parecía apagada, nada elocuente e inquebrantablemente sincera. Hablaba de la implosión emocional y de la supervivencia, revelando un contraste fascinante entre la dureza de sus medios pictóricos y la ansiedad que sugerían. Ambos atributos, más que hacer un retrato del patetismo, lo encarnaban.
Sin embargo, la presencia de un puñado de artistas de estas características no bastaba para disipar la sospecha de que Nueva York iba por el mismo camino que París había tomado después de 1955.(...) Pero exactamente como ocurrió en París, en los años ochenta, cuando por primera vez en trescientos años se hizo evidente que allí no había ningún artista verdaderamente grande trabajando, así de profunda era también la sensación de pérdida y de déficit en Manhattan. Ahora la cultura estaba demasiado descentralizada para que el modelo imperial pudiera sostenerse". ('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes)
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