"La década de los ochenta, al demostrar la situación de bancarrota de la "innovación", cambió sin querer la vieja relación modernista entre la forma y el sentimiento. Alguna vez la tarea del modernismo consistió en encontrar unas formas radicalmente nuevas, de las que brotarían nuevos sentimientos de manera natural. Pero el minimalismo había sido el último movimiento artístico de esta clase, y después de esa tendencia la idea de la "innovación" formal se expresó en una mezcolanza de novedades artísticas de bajo nivel cultural. Por eso el artista serio necesitaba profundizar en el sentimiento, aún a riesgo de parecer "conservador". (Los museos perderían esto de vista en los años ochenta, a ambos lados del Atlántico, aferrándose a sus decadentes ficciones de lo "progresista" con la misma tozudez que los había llevado, cincuenta años antes, a excluir todo lo que fuera moderno.)
Así las cosas, gran parte del esfuerzo destinado a recuperar para la pintura la profundidad, la emoción y la obstinada individualidad, lo llevaron a cabo, casi sin que se notara al principio, los artistas ingleses. Uno de ellos fue Howard Hodgkin (n.1931), cuya obra no se puede clasificar fácilmente ni como abstracta ni como figurativa, aunque se puede decir que es sutilmente autobiográfica.
Hodgkin es pariente lejano de Roger Fry, y uno de sus recuerdos infantiles más intensos era el de los muebles de vivos colores del Taller Omega, cuyos ecos (al igual que el de los iconos y las miniaturas) sobreviven en sus tablas de madera pintada. Creció entre bibliotecas y huertos, y su sentido de la escala tiene que ver con los recintos y los cercados: la página de un libro, el espacio de las miniaturas mogolas, con sus brillantes colores y la complejidad interior que las enmarca. (Para Hodgkin, un cuadro muy grande mide noventa centímetros cuadrados.) El hálito especial que emana de su obra es una intimidad que se aproxima al voyeurismo pero oculta la anécdota. Provoca la curiosidad, pero a la postre la frustra.
La superficie no idealiza ni los espacios planos ni su extensión, como hace la pintura de campos de color. De hecho, busca lo contrario, una comprensión: "Las riquezas infinitas de una pequeña habitación". Ya sea un paisaje o un interior, cada imagen es una abertura imaginaria: una escena, estrechamente enmarcada, a veces como un escenario minituarizado, con planos que sugieren superficies lisas, bastidores y un proscenio. Dentro de esa escena las manchas de color tiemblan en una luz coagulada, pastosa. El color es la penumbra de una asociación sensual que evoca todo un reparto de objetos medio anulados: se podría ilustrar a Mallarmé con Hodgkin. Su espacio está puramente construido a partir del color, un proyecto poco común en la pintura inglesa. Se atreve a usar el color en un grado extremo de saturación, otorgándole un extraño poder para evocar estados de ánimo; unas veces puede ser radiantemente alegre; otras, agudo, pensativo, casi agobiadoramente suntuoso (la luz que irradian los rojos y los naranjas cádmicos en Cena en el Palazzo Albrizzi está reforzada por pan de oro, lo que a su vez alude tácitamente a los mosaidos dorados de San Marco), o exuberantemente atmosférico en su amplias y límpidas pinceladas.
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Nacido en Berlín, pero criado en Inglaterra Frank Auerbach (n. 1931), estudió con David Bomberg (1900-1957), el antiguo vorticista tan subestimado. Bomberg sostenía que el sentido de la textura precede al de la vista, y que es psicológicamente más profundo. Dibujar, insistía, era crear una arquitectura de textura y peso. Solía hablar del "espíritu en la masa", y del dibujo como "una serie de direcciones"; una creencia que dejó su huella en el peso y el andamiaje enfático de la obra de Auerbach. Las enseñanzas de Bomberg determinaron que Auerbach se opusiera al aspecto delgado, lineal y postcubista de la mayoría del arte inglés de principios de los años cincuenta: "Tengo que empezar con un bulto en mi mente".
Durante sus inicios, pintaba los mismos modelos vivos una y otra vez, siempre en el estudio, nunca de memoria. Sin copiar del natural, no podía inventar, ya que no había ninguna resistencia en lo que era simplemente imaginado. Y la resistencia, en palabras de Auerbach, es un valor muy importante. También lo es la novedad, que para él no tiene nada que ver con lo vanguardista. La novedad es existencial, no estilística. "El verdadero estilo es no tener ningún programa..., es cómo uno se comporta en una crisis."
La novedad nace de la repetición. Es lo desconocido encontrado en medio de la visión más conocida: "Haber hecho algo imprevisto que sea fiel a un hecho específico".
La obra de Auerbach está llena de observaciones acerca de la postura, el gesto, la expresión, la mirada, la configuración de la cabeza en todas sus partes, la tensión o el desmadejamiento de un cuerpo. Más que "describir" estas cosas, el pincel llega a extremos inquisitoriales en su búsqueda de unos equivalentes cinéticos y táctiles para describirlas. Una estructura densa se revela mientras miramos. Sin embargo, el tema esencial de la obra no es esa estructura como una cosa dada, sino el proceso de descubrirla._(...)
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(...)_Ese acto de apoderarse de la realidad para exprimirla también se verifica en la obra de Lucian Freud, pero de una manera más fría. La mirada que Freud le dedica al cuerpo humano es infame por su supuesta objetividad. Las venas estallando, cada centímetro de carne fofa, cada mechón de pelo púbico o de las axilas se muestra no "clínicamente", sino desprovisto de narrativa y sentimiento. La imagen, para decirlo con la palabra favorita tanto de Freud como de Auerbach, obliga a asentir debido a su "crudeza". Ningún desnudo moderno se había revelado tan densamente empacado de vida corporal. La pericia para reformar el cuerpo desnudo en términos de una forma diáfana y enérgica sin que parezca perder un poro, ni un pelo, de su presencia intensamente escrutada -como en Retrato desnudo con reflejo (1980), con el extraordinario dibujo de los senos y del tórax de la mujer-, parece definir la noción de verdad pictórica de Freud.
El cuerpo es nuevo a cada momento, y el conjunto configura un retrato. Debido a su deseo de que el cuerpo entrañe la fuerza expresiva que, de no ser así, el rostro se adelantaría a expresar, "suelo dejar la cara para el final. Quiero que la expresión esté en el cuerpo. La cabeza ha de ser sólo otra extremidad. Así que trato de minimizar la expresión en los desnudos". No había ningún "sistema formal" en las formas de Freud, ningún recurso de esfera-cono-cilindro para hacer un pequeño motor pictórico confiable a partir del objeto más poco fiable, mudable y feroz: el cuerpo humano. La obra está llena de elisiones radicales, pero no son tanto el resultado de un gusto por cierta clase de distorsión como "la consecuencia de una necesidad forzosa a cada momento". El resultado es que, aparte de Freud, ningún pintor después de Picasso ha convertido la representación del cuerpo humano en una experiencia tan desconcertante para el espectador.
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El impulso realista se sentía en otros países en los años setenta y ochenta: en España, con la obra minuciosamente percibida y sin embargo estructuralmente expansiva de Antonio López García (n.1936), cuyas naturalezas muertas prolongan la tradición del bodegón español del siglo XVII, todo quietud e intensidad molecular. El realista más interesante en Francia era un israelí afincado en París, Avigdor Arikha (n.1929). Pequeños, con colores de poca intensidad y nerviosos, los cuadros de Arikha implican una aversión al espectáculo, un hastío de la tiranía del impacto. Son imágenes sencillas, enumeraciones de objetos ordinarios -un par de maltrechos zapatos negros, una jarra de cerámica o un manojo de espárragos como los de Manet, envueltos en papel azul- registrados con una extraña corriente subterránea de malestar, e impregnados de un sentido de la dificultad que entraña cualquier clase de descripción. Tratando de estabilizar una visión en medio de una imprevisible frecuencia de manchas, la obra de Arikha es todo concentración y respira un aire de escrupulosa improvisación y ansiedad: "A estas alturas, copiar del natural la vida", argumenta, "requiere tanto poder de transgresión como capacidad de dudar".
La pintura realista también surgió de nuevo en Norteamérica, aunque de manera menos convincente que en Europa. Los cuadros de Andrew Wyeth inspirados en una mujer llamada Helga y ridículamente superpromocionados, parecen piadosos anuncios de desodorante al lado de la obra de Freud. Si bien muchos artistas norteamericanos ahora estaban reclamando atención por haber resucitado una tradición, y aunque eso mostraba hasta qué punto el temperamento del mundo del arte había cambiado de dirección separándose del vanguardismo, también estaba claro que muy pocos podían lograr los niveles que exige la tradición. La obra de esos artistas tendía a ser excesivamente declamatoria, como las enormes versiones que hizo Alfred Leslie de los cuadros de Caravaggio y de David; o si no, simplemente se trataba de pintura figurativa de tonalidad inerte, laboriosamente dibujada.
Una excepción notable, que convirtió en virtud una fría y trabajosa aproximación al desnudo del estudio, fue Philip Pearlstein (n. 1924). Los cuadros de Pearlstein no tienen nada de seductores.
Los cuerpos desnudos están cortados por los bordes del lienzo, como si hubieran sido montados en una moviola o fueran trozos de montajes fotográficos. La superficie pintada es sebosa, prosaica; el color, árido. Sin embargo, obras como Mujer desnuda en una mecedora (1977-1978), tienen una considerable intensidad como argumento visual. El dibujo desapasionado de Pearlstein otorgfa a toda la masa del cuerpo una presencia analizada, y en su perceptible vehemencia pensativa parece estar más allá del manierismo. En realidad, hay algo en común entre el discurso abrupto del enfoque de Pearlstein y la polémica dura e imparcial de mucho del arte abstracto norteamericano de los sesenta. Se ve a las claras que ambas estéticas proceden de la misma cultura, donde lo que ves es lo que hay.
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Aparte de Wyeth, el artista figurativo más popular en Norteamérica durante los ochenta seguía siendo un inglés, David Hockney (n. 1937). En la década de los setenta, los artistas norteamericanos consideraban que no valía la pena la idea de un cuadro descriptivo que fuera a la vez afable y serio, y la declamación visual de Hockney -objetiva, amable, pero agudamente perspicaz- era más disfrutada en las galerías que emulada en los estudios. En los años ochenta, su obra parecía única, un acto sin seguidores.
Quizá sólo un extranjero podía concebir una imagen tan afectuosa de la buena vida vacía bajo el sol californiano como la que vemos en La gran zambullida (1967), de Hockney, cuya índole moderadamente astringente la aleja del hiperrealismo norteamericano con sus exageradas acumulaciones de incidentes en el contexto suburbano, pero es la manifiesta maestría de los medios lo que le da vida a esa composición: el absoluto virtuosismo de Hockney para representar los blancos velos de agua que el cuerpo hace saltar en el aire tras ser engullido por el azul, la desaparición contemplada por la ausencia, con todos los grados de estilización en un equilibrio perfecto. No es de extrañar que Hockney, el Cole Porter de la pintura figurativa, tantas veces y tan exageradamente fuera considerado su Mozart.
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En un cierto nivel, la obra de Eric Fischl (n.1951), es puro Hollywood: un arte de emocionantes fotogramas pintados a mano, fragmentos de argumentos psíquicos que hablan del dolor agudo que produce el distanciamiento de los padres, la rebelión adolescente y la vacuidad de los suburbios. Fischl afirma que su tema es "la crisis de identidad americana, el fracaso del sueño americano". Con un desprecio acongojado, sus anécdotas se centran en el mundo de la clase media blanca de la cual proviene.
Son implacables en su odio a los adultos: un discontinuo y amargo serial, aderezado con tensión, farsa y miseria erótica. La tierra de Fischl es el Long Island suburbano, que huele a perros sin bañar, a líquido para barbacoa y a esperma. Un lugar impregnado de voyerismo y de resentida tumescencia. El estilo de Fischl emana del realismo de los años treinta, principalmente del de Edward Hopper, con un toque retrospectivo de Winslow Homer, aunque sin el dominio pictórico y formal de ninguno de los dos. A pesar de los solecismos que abundan en el dibujo y de la torpe composición de sus figuras, la obra de Fischl ejerce una fascinación emocional en los coleccionistas norteamercanos muy parecida a la que suscitaba sir Luke Fildes con sus imágenes de huérfanos entre los filántropos victorianos.
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En Estados Unidos la situación de la enseñanza de las artes plásticas no había favorecido a la pintura figurativa seria. En realidad, el sistema educacional estaba tan decididamente en contra del arte figurativo que casi cortaron sus raíces. Las tradiciones no se sostienen solas; se pueden destruir en una generación, o en dos, si no se enseñan sus rudimentos esenciales, y eso fue precisamente lo que hizo la educación artística modernista-tardía en Norteamérica; naturalmente, en nombre de la "creatividad". Era bastante más fácil darle una nota de aprobado al alumno que fotografiara seiscientos cincuenta garajes en un barrio de las afueras de San Diego, o al que se pasara una semana encerrado, con una botella para la orina, en la taquilla del vestuario de la Universidad de California, en Los Ángeles, y llamarle a esa terrible experiencia "una obra corporal de largo encierro", que hacer hincapié en pruebas de destreza técnica, aunque sólo fueran moderadamente exigentes y, por tanto, "elitistas". En parte, el colapso de la formación se debía a la superabundancia: la proliferación de escuelas de arte, provocada por la falsa ilusión generalizada de que el arte era terapéutico. Durante la década de los ochenta, anualmente, salían graduados de las escuelas de bellas artes norteamericanas aproximadamente treinta y cinco mil pintores, escultores, ceramistas y otros "profesionales relacionados con el arte", todos aferrándose a sus títulos. Es decir, cada dos años el sistema aducacional norteamericano producía tantos aspirantes a creadores como habitantes tuvo Florencia en el último cuarto del siglo XV. El resultado fue la pesadilla de un fourierista. Firme en su convicción de que nadie debe ser desanimado, el sistema de formación artística norteamericano en realidad había creado un proletariado de artistas a finales de los setenta, una reserva de talentos inempleables, de donde podía abastecerse el mundo de la moda, absorbiéndolos (y, si era necesario, dejándolos tirados) más o menos a voluntad. Pero el confuso sentimiento de democracia estética que eso promocionaba también debilitó el ideal de maestría justo en el momento en que era atacado por todos los partidarios de la decostrucción en el mundo académico. De este modo, la imaginería dominante de los medios de comunicación -del arte que había adoptado los efectos de los medios de comunicación como campo específico de investigación. se reforzó, rebajando aún más el arte hasta reducirlo a la categoría de nota a pie de página. Una nube de desasosegada complicidad se instaló sobre la pintura y la escultura norteamericanas. Su emblema es un indefenso escepticismo ante la simple idea de un profundo compromiso entre el arte y la vida: el temor a que buscar un sentimiento auténtico sea mostrar un candor, abandonar la "criticidad" celosamente atesorada como artista.
El contraste entre nuestro fin de siècle y el del siglo XIX salta a la vista: de Cézanne y Seurat a Gilbert y George en sólo cien años.
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El año 1900 parecía prometer un mundo renovado, pero puede que algunos contemplen el advenimiento del siglo XXI con cualquier cosa menos escepticismo y pavor. Nuestros antepasados vieron los horizontes culturales en expansión, nosotros los vemos encogerse, Sea cual sea la cultura que este milenio nos depare, no será una cultura optimista. Quizá (o así lo deseamos fervientemente) los artistas estén ahora esperando entre bastidores, como hicieron hace un siglo, madurando lentamente, ensayando y poniendo a prueba las imaginativas visiones que les permitirán trascender las ortodoxias estancadas de su época, la retórica sin salida de la deconstrucción, la costra de las suposiciones del modernismo tardía, sobre los límites del arte. Un exacerbado sentido de la ironía -el preservativo indispensable para el nuevo fin de siècle- nos hace temer que no estará esperándolos aquella noción de territorio virgen que sedujo al modernismo haciéndole avanzar. Pero ¿realmente podemos estar tan seguros? A lo mejor no es más que una coincidencia, pero quizá no, el hecho curioso de que los nuevos ciclos creativos en la historia del arte, tras períodos de agotamiento, suelan situarse con tanta frecuencia entre los años noventa y los treinta. Los lineamientos esenciales de la pintura del siglo XIV quedaron definidos hacia 1337, cuando Giotto murió. Las principales formas visuales del Renacimiento florentino ya habían sido creadas por Masaccio, Brunelleschi y Donatello en 1428, más o menos cuando murió Masaccio. Entre 1590 y 1630, Caravaggio, Rubens, Bernini, Poussin y los Carracci reescribieron el lenguaje del arte occidental. Otra "radicalización" similar tuvo lugar entre 1785 y 183o con David, Goya, Turner y Constable. En todos los casos, tras el primer torrente de ebullición creadora, sobrevenía una disminución de la creatividad, una academización y una sensación de estancamiento que fomentaba las dudas acerca del papel, la necesidad e incluso la supervivencia del arte. Y así también ha ocurrido en nuestro siglo"._('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes)
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