. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .(Supongo que lo que uno elige, los gustos que uno tiene, son una forma de autodefinirse; de decir quién se es, o . . . quién se quiere ser. Aunque esto pueda ser, hasta cierto punto, cierto; no es la intención de éste blog. Vaya como aviso para mis queridos amigos (y colegas) del "copía y pega"; pero sobretodo para mis compañeros de sufrimientos (y placeres) de la facultad: Todo lo escrito aquí está copiado literalmente y es material de estudio de las asignaturas de Bellas Artes. He intentado atenerme sólo a los conceptos estructurales alrededor de los cuales se puede ampliar un discurso; pero puede que, en mi entusiasmo por el tema, a veces me haya excedido un tanto. ¡¡Uno fué humano y estuvo enamorado!!. Mi intención es "aprehenderlo" al escribirlo y, de paso, intentar facilitaros el esfuerzo.)

martes, 27 de septiembre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(3 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   A finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando gran parte de la juventud de la clase media europea y norteamericana era un hervidero de protestas -primero contra la guerra de Vietnam y después contra el racismo; el sexismo y la ruina ecológica-, a los artistas les resultaba dificil privar a sus obras de contenido político, aunque en privado abrigaran, o no, dudas sobre la eficacia pública de sus gestos.


   
    Algunos crearon un arte serio y que valía la pena que reflejara sus percepciones políticas. El artista norteamericano Neil Jenney (n.1940) pintó vistas de la naturaleza que eran detalles iconográficos, comprimidos en sus marcos. Los marcos -profusamente moldurados llevan la noción del cuadro como ventana al borde de la parodia. (...) Jenney suele enfatizar la idea del marco como parte de la imagen pintando de blanco sus rebordes interiores. (...) El marco es una cárcel para un signo de la inmensidad tradicional, la visión decimonónica de una Norteámerica inmaculada. Pero si uno mira más de cerca, descubre que este paisaje ideal padece ulceraciones, y una nube siniestra asciende desde la tierra. La perfección técnica evoca un mundo en peligro.

Edward Kienhoz_'El hospital del estado'-1966

   En las construcciones a guisa de retablos de Edward Kienholz (1927-1994), la imaginería de la violación, lo perdido y la incitación es tan palpable como una pared. El solipsismo de las figuras en El hospital del estado (1966) queda enfatizado con la metáfora de Kienholz de un globo de cómic, lo cual significa que el miserable ser acostado en la cama de abajo no hace más que soñar con la idéntica miseria del paciente que yace en la cama de arriba. Aunque la vieja pretensión de la vanguardia de cambiar las condiciones objetivas de la vida por medio del arte se ha desvanecido, la creencia de que aún puede contemplar un campo situado más allá de su propio proceso, creando imágenes inolvidables, sigue presente en Kienholz y le da una relevancia especial a la obra de, entre otros, R.B. Kitaj (n.1932)




"A mí me parece", declaró Kitaj en 1976, "que resulta al menos tan avanzado o radical intentar hacer un arte más social que no intentarlo". Sin embargo, su idea de un arte más social no tenía nada que ver con el realismo social. Es una especie de cuadro histórico fragmentado (un esfuerzo más lleno de alusiones que el de Robert Rauschenberg en los sesenta). El proyecto de Kitaj podría rebobinarse hasta llegar a la Tierra baldía, de T.S. Eliot, ya que es un intento de ver la historia a través de la lente de otros medios -libros, fotos, detalles de fotogramas aumentados, recuerdos iconográficos de toda clase, desde la cara de un judío condenado hasta los demonios atormentando a san Antonio en una obra de Sassetta- combinados en un montaje pintado. Alude obsesivamente al paisaje principal de la tragedia judía, el norte de Europa durante los años veinte y treinta, la época de los dictadores. Cuando aparece el mundo mediterráneo no es el paisaje suntuoso imaginado por Matisse y por Picasso, sino la Cataluña desgarrada por la guerra, un barrio prostibulario en Esmirna o El Pireo, o el sórdido ambiente levantino de la Alejandría de Cavafis. Sus protagonistas, cuyas presencias invocan frecuentemente los cuadros de Kitaj, son los Palinuros de la modernidad, los timoneles extraviados y los "cosmopolitas desarraigados", los judíos errantes y los perdedores de la lucha por el poder: Benjamín, Trotsky, Rosa Luxemburg. Kitaj está concentrado en la diáspora como emblema de la difusión y reagrupación cultural del siglo XX. Como en una deconstrucción literaria, negando la posibilidad de un significado definitivo para cualquier texto, él conecta su arte con la tradición judía erudita del midrash: un acumulado palimpsesto de interpretación crítica sobre cada línea de las Sagradas Escrituras, produciendo un "compendio enorme" sin ningún significado canónico establecido. Lo que generalmente salva la obra de Kitaj de los peligros de la congestión que esto plantea es el talento visual y la obsesiva ejercitación de su virtuoso dibujo, que recorre toda la gama de efectos, desde las historietas hasta el más puro lirismo -sus desnudos son los más eróticos del arte actual- pasando por las alusiones a la cultura de la reproducción en serie sin caer bajo su influjo.




   En Norteamérica, en los años setenta, la política del mundo del arte recibió la influencia de las ideas de aquellos que, como Herbert Marcuse, argumentaban que ningún acto -desde luego tampoco la creación de imágenes- era apolítico. Por lo tanto, casi cualquier gesto relacionado con el arte, aunque se realizara con el lenguaje correcto, podía considerarse un acto político. (...) Robert Morris cerró una exposición de sus cajas y series de troncos de poliestireno en el Museo Whitney de Arte Americano en señal de protesta por los bombardeos de Camboya.(...) Quizá el gesto más radicalmente conmovedor de la época fue el de una artista neoyorquina llamada Lee Lozano, quien anunció la representación de una "obra" en la que ella "gradual pero resueltamente evitaría asistir a los actos oficiales o públicos de la "zona residencial" de la ciudad y a las reuniones relacionadas con el "mundo del arte" para dedicarse a la investigación de una revolución total personal y pública".(...)
   Daniel Buren anunció, en 1967, en un rapto de égalité que "todo arte es reaccionario" y que el artista, como tal, es sólo un director de las fantasías de otra gente. La solución de Buren para la angustia del elitismo estético fue exhibir, dentro del Salón de Mayo de 1968, en doscientas vallas publicitarias por doquier en París y en la espalda de un hombre-anuncio que desfilaba frente a la galería, unos trozos de tela con rayas verdes y blancas que, para los no iniciados, semejaban muestras de lona para toldos.


  Los artístas radicales de los setenta despreciaban el mercado del arte y su afán de "comercialización". El objeto de su desprecio era una postura, un pequeño brote, comparado con el monstruo invasor en que se transformaría el mercado del arte en los ochenta. Pero la dependencia económica que sufría el arte a manos del capital provocaba sinsabores. Que el capitalismo era malvado por naturaleza y el origen de todos los racismos, guerras y opresiones era aún una opinión admitida en la ideología del 68, y también entre los artistas: bagaje intelectual de la época, un equipaje que no se volvió a empacar hasta los años ochenta. Esas ideas rechinaban con la creciente sensación de que las aspiraciones al arte "épico" (al adjetivo le brotaron unas comillas en los setenta) eran de algún modo falsas, mera jerga de vendedor. En esas regiones resbaladizas, uno de los pocos guías aceptables era Marcel Duchamp.
   A finales de los años sesenta, Duchamp había adquirido entre los artistas jóvenes la talla que tenía Picasso en la década de los cuarenta. Pero había una diferencia importante. Picasso era el prototipo viviente del "heroico" de la era moderna, luchando a brazo partido con todas las sensaciones que el mundo podía ofrecerle, sintiéndolas a través de sus propias emociones sin avergonzarse e imponiéndose a la vida con la misma libertad que Rubens. En cambio Duchamp era un poeta de la entropía. (...) Duchamp inventó una categoría que denominó "inframenudo", "subminúsculo"; residía, por ejemplo, en la diferencia de peso entre una camisa limpia y la misma camisa una vez usada. Inframenudo era el peso de la ampolleta que Duchamp rellenó con aire de París. Tenía en mente "un transformador para aprovechar las pequeñas energías derrochadas", como las que empleamos al soltar una risita, o cuando despedimos el humo del cigarrillo. (Semejante instrumento habría sido de utilidad en algunos círculos artísticos de Nueva York). En cierto sentido, preocuparse por tales insignificancias es puro dandismo, garabatos, una manera de pasar el tiempo. Pero en otro, reivindica un propósito crítico. En realidad, quiere decir: el arte, en el marco de las cosas más grandes, es pequeño, y uno sólo lo hace para pensar con un poco más de claridad. (...)
   El culto a lo inframenudo contribuyó a provocar una reacción general contra lo que se había transformado en el arte estándar del museo de la modernidad norteamericano: el lienzo grande, de buena factura, opulentamente coloreado, "postpictoricista", hecho con la intención de proporcionar un placer inteligente aunque a veces algo difuso y sensual: Frankenthaler, Louis, Noland. En su lugar se propuso un arte tan pequeño -de hecho, tan insignificante- que uno apenas se diera cuenta de que estaba allí. De ahí las esculturas de artistas como Richard Tuttle, cuya obra consitía en un trapo de color pardo o un trozo de alambre doblado."_('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes).
  









viernes, 23 de septiembre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(4 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   En la búsqueda de una pureza inviolable era necesario que las obras de arte desaparecieran, que perdieran su "cosificación" contaminante, y que surgieran como ideas. El resultado fue el arte conceptual, con sus listas, proposiciones y meditaciones gnómicas sobre acontecimientos insignificantes. Su linaje se remontaba a la Caja verde de Duchamp, y dos de sus padres más cercanos eran aquellos maestros de la provocación: Yves Klein (1928-1962), quien una vez organizó una exposición en París consistente en una enorme galería completamente vacía, y el italiano Piero Manzoni (1933-1963), uno de cuyos gestos fue la confección y distribución de un lote de pequeñas latas cada una de las cuales contenía treinta gramos de su propia mierda; una alusión al culto de la personalidad en el mercado del arte occidental, cuya concisión difícilmente será superada. Pero la mayor parte del arte conceptual tardío, especialmente cuando se hacía en las inmediaciones de las escuelas de bellas artes norteamericanas como Cal Arts -donde se gestó gran parte del arte de los ochenta-, no tenía ningún vestigio del ingenio de Manzoni ni del afán de trascendencia de Klein.(...)
   La oscuridad y la falta de sentido de la mayor parte del arte conceptual empeoraban a causa de la retórica que lo arropaba. "Suponiendo", empezaba un artículo en Art-Language, una publicación de los setenta, "que uno de los individuales cuasisintácticos es un miembro del grupo adecuado ontológicamente provisional -de una manera histórica, no sólo de una manera a priori (es decir, es histórico)-, entonces una concatenación de lo individual nominal y del grupo ontológico en Teorías de la ética (según la "definición")..." Se podría pensar que una retórica tan alambicada protegería una obra de arte de las caricias de cualquier coleccionista, pero estaríamos equivocados.(...)
   Y sin embargo el arte conceptual subsiste; en parte, sin duda, porque a pesar del "rigor" que reivindica, es muy fácil de hacer. Esa tendencia impedía que cualquier idea, por muy vaga y absurda que fuera, pudiera descartarse totalmente como idea fundamental de una supuesta obra de arte. También hizo posible que se reciclaran, en nombre de la "critiquización", los conceptos sobre el arte que eran anticuados, triviales o ambas cosas a la vez.(...)
   En los años setenta, los movimientos artísticos conocidos como "Obras en tierra" y el "Arte de terreno" ocupaban el extremo opuesto de esta incorporeidad, y aunque la mayoría de la gente conocía esas corrientes sólo a través de fotos, por lo menos nadie podía decir que las obras de Michael Heizer, Walter De María, James Turrell, el difunto Robert Smitson en Estados Unidos, y Richard Long en Inglaterra, eran insustanciales. Demasiado grande para los museos, el arte de terreno era una retirada literal al desierto, una forma de escapar de la horda de fortuitos consumidores de arte.


El Malecón en espiral (1970), de Smithson, un rizo de rocas y escombros apilados con una excavadora a través de cuyo terraplén se podía caminar, construido a orillas del Gran Lago Salado de Utah, enroscándose cuatrocientos metros en el agua, sólo era cabalmente legible como una espiral desde el aire. Hoy ya no se puede ver, porque las aguas del lago subieron inundando la estructura. Pero cuando se podía ver, las visitas al Malecón en espiral adquirían el carácter de una peregrinación, porque estaba muy lejos y, en realidad, resultaba muy difícil de encontrar. La primera impresión no era la de estar ante una nueva obra de arte, sino ante algo arcaico.(...). Situado, al parecer, más allá de la época de la modernidad, su diseño espiral entrañaba asociaciones prehistóricas, era un laberinto serpenteante, la forma más antigua del laberinto. Sus dimensiones -un desafío a los museos- no eran una simple exageración, sino un elemento necesario para la obra.



   Empezado en 1972, Complejo Uno de Michael Heizer se encuentra en un valle desértico de Nevada, a cuatro horas de Las Vegas yendo en coche a través de malas carreteras. Formalmente es una colina geométrica de tierra apisonada, escuadrada entre dos triángulos truncados de hormigón armado, modulada por macizas vigas voladizas de cemento. Mide cuarenta y dos metros de largo, treinta y tres de ancho y siete de alto: un trabajo de enormes proporciones para un hombre y un par de ayudantes. Visto en medio del aislamiento, en la superficie del desierto, bajo la ardiente piel azul del cielo, entre las artemisas bajas que salpican la pradera erosionada que lo rodea, Complejo uno es un espectáculo magnífico. Incluso su aspecto amenazador, sugiriendo un búnker, parece apropiado para el emplazamiento: la linde de un campo de pruebas nucleares en Nevada.

   

   Es difícil resucitar el asombro de los románticos ante la naturaleza en una cultura tan alejada de la naturaleza como la nuestra, pero, envueltas en la distancia y en la inmensidad estas obras de arte de terreno están saturadas de esa nostalgia. El deseo de ver el paisaje como el sitio donde mora la "presencia" trascendental es particularmente evidente en Campo de relámpagos, de Walter De María, terminado en 1977, en Nuevo México, trescientos kilómetros al suroeste de Alburquerque. Al contrario que la masa arquitectónica de Heizer, la obra de De María parece mutable, casi evanescente: más que una escultura, es una vibración en el vasto espacio. Consiste en cuatrocientos postes de acero inoxidable, todos terminados en agujas, cuyas puntas forman un plano a nivel (como una cama de clavos) de un kilómetro y medio de largo por uno de ancho. Cualquiera de esos postes puede actuar como pararrayos durante las tormentas eléctricas que a veces se desencadenan en el desierto, pero los rayos reales que descargan sobre ellos son poco frecuentes. Cuando el sol está alto, los postes parecen desaparecer. Por la mañana o al atardecer, cuando la luz se arrastra como un rastrillo, se convierten en astas brillantes. En todo momento actúan como variaciones del tema de las nubes, las tormentas de lluvia y las cataratas del sol.



   Por supuesto, entre estos dos extremos del concepto y de la obra en tierra, no dejaron de producirse cuadros y esculturas en los setenta. Ambos géneros estaban minimizados; eran los años de la retórica de "la pintura está muerta", una teoría a la que los pintores serios dieron la bienvenida, ya que tendía a desanimar a los que realmente no querían pintar. La principal víctima fue la idea del arte abstracto como la forma culminante de pintura. A finales de los setenta, no era posible encontrar, en ninguna parte del mundo, a un artista que pensara en la abstracción de la manera en que una vez Kandinsky o Mondrian la había concebido: como el presagio de un cielo y una tierra nuevos.(...)
   A finales de los setenta y principios de los ochenta, fue el audaz brío de Frank Stella, junto con la profusión de su producción, lo que más públicamente se resistió a la idea común de que la pintura abstracta estaba acabada.(...) Existe la tendencia a pensar que la carrera de los artistas abstractos empieza en lo complejo y termina en la simplificación con la sabiduría que da la edad, como ocurrió con la obra de Mondrian. Stella, hasta ahora, ha invertido esta tendencia: empezó con un estilo escueto, pero ha complicado su obra hasta llegar a la apoplejía.
   Hacia 1975, estaba convencido de que la pintura abstracta, para su propia supervivencia, tendría que aprender de los clásicos como Rubens y Caravaggio; debía encontrar "un espacio pictórico independiente para establecer sus lazos con el espacio cotidiano de la realidad percibida".

   
   El resultado fue un conjunto de relieves oblicuos brillantemente coloreados, los cuadros "brasileños" realizados entre 1974 y 1975, seguidos de los Pájaros exóticos que pintó entre 1976 y 1977. En esas obras se advertía que ahora Stella se había aficionado al gusto minimalista por la fabricación (a diferencia de lo artesanal) y la utilizaba para expresar todo lo que era máximo: colores cálidos, gestos y garabatos.(...) Sus elaboraciones tridimensionales, o esculturas pintadas, procedían de la escultura pintada cubista de Picasso, marcando el fin de su tradición con una cascada de fuegos artificiales; un espectáculo fúnebre y festivo a la vez. Stella quería poner las formas en movimiento en un espacio pictórico profundo para así despertar nuestros sentidos corporales. En cuadros de la serie Pájaros indios, como Shoubeegi, reemplazó el plano sólidamente negro con un soporte de malla metálica, para que las formas agitadas y ondulantes perecieran colgar del aire. El colorido parece haber superado el límite máximo del decoro, especialmente cuando se incrementa con parches de colores resplandecientes.




   "Cuando decimos que un cuadro funciona", escribió el crítico inglés Andrew Forge en un pasaje memorable, "es como si reconociéramos que el cuerpo está intacto, entero, enérgico, sensible, vivo. Esto se puede decir... independientemente de si es abstracto o figurativo, estilísticamente experimental o conservador." Y, por supuesto, había otros pintores abstractos de quienes se podía lo mismo.


   Por ejemplo, la pintora inglesa Bridget Riley (n.1931). La marejadas ondulantes de sus nuevas superficies reemplazaron los marcados e inestables conjuntos de puntos blancos y negros que la dieron a conocer en los años sesenta, y que fueron instantáneamente canibalizados por la industria de la moda. Pero su contenido esencial, ese sentimiento de deslizamiento o de amenaza al orden subyacente, permanecía intacto. Lo que, al principio, parecen "meras" variaciones de diseño se convierten en metáforas del malestar, incertidumbres estrechamente sintonizadas de interpretación.



    En Norteamérica, incluso el más somero muestreo de la diversidad de pintura abstracta incluiría a Brice Marden (n.1938), a Sean Scully (n.1945) y a Elizabeth Murray (n.1940). Ciertamente, la obra de Marden era minimalista, pero no de una manera supresora: reflejaba el tiempo que pasó en el Egeo. En Verde (Tierra) (1983-1984), una serie de largos y estrechos entrepaños se conectan permanentemente en formaciones de T silenciosas con rellenos. Sugieren las formas absolutas de la arquitectura clásica, las columnas y los dinteles, no presentadas como diagramas, sino bañadas en una luz curiosamente acumulada; los tonos sutiles son orgánicos, no esquemáticos, y nos hablan de la naturaleza. La superficie, de varias capas, sugiere una historia de crecimiento, sumergimiento y maduración.



   Una artista más alborotadora, una más anárquica hacedora de lienzos cortados y en capas, Elizabeth Murray, también empezó en uno de los primeros filones norteameticanos. La fricción sutil de los dedos amarillos y las formas biomórficas rosas alrededor del vacio central de Ojo de la cerradura (1982) tiene algo de la calidad de los cuadros de De Kooning de los años cuarenta, algo sexy y caligráfico a la vez: es una manera de evocar la presencia palpable del cuerpo como tema obsesivo, pero oblicuamente. Y hay una curiosa discordancia entre el formato enorme de los lienzos de Murray y sus emblemas domésticos: mesas y sillas, tazas y cucharas, un brazo, un perfil, un seno. Murray no es una "artista feminista" en ninguna de las acepciones ideológicas del término, pero su obra transmite una noción de la experiencia femenina: las formas se envuelven unas a otras, surgiriendo una imaginería de la crianza. Es también bastante demótica. Sus formas tienen un sabor a dibujos animados.(...)
   Murray también está endeudada con Juan Gris, el discreto maestro del cubismo analítico, con sus perfiles de tazas de té, las mesitas de noche y las cucharas, con esas luces y sombras encajando como las muescas de una llave en las guardas de una cerradura. Pero la obra de Murray es más burda, menos ordenada, inestable y teñida de franca ansiedad. Pero, por muy torpe que sea su factura, todo un temperamento está intentando transmitir esa sensación de qué se siente estando en el mundo. Un esfuerzo que va más allá de las fáciles categorías de lo abstracto y lo figurativo.



   
   El de Sean Scully es un temperamento más porfiado. Hace ahora unos veinte años que continúa con sus rayas enfáticas y, sin embargo, canalizadas a través de ese motivo formal (que es también una imagen apasionadamente sentida), han devenido más arquitectónicas, con un aplomo y una adaptación de las formas que entraña una amplitud dórica.(...) El meollo de su arte reside en la factura: no una ingrávida cuadrícula toda cubierta, ni una "cremallera" al estilo de Barnett Newman denotando un espacio inconmensurable más allá del borde del lienzo, sino una densa superficie de contrafuertes lentamente construidos a partir de una tecnología por lo demás obsoleta, la pintura sobre la tela, densa de resultas del tiempo y del trabajo acumulados, y que no vale para nada excepto para la creación estética. Las superficies de Scully limpiamente respiran deliberación y sinceridad. El uso que hace de la luz y del color nos remite a los pintores clásicos: en particular, a los grises argentados y los ocres velazqueños sobre fondo oscuro. El aire de seriedad que emana de esa luz y de esos colores es real.








   No obstante, a pesar de las cualidades de esas pinturas abstractas o semiabstractas -y la auténtica elegancia de algunas esculturas, (...) todos coinciden en que los años ochenta, en Norteamérica, pertenecían al arte figurativo. Que la mayoría de los obras figurativas fueran extraordinarimente malas, al menos durante un tiempo, parecía no venir al caso.(...) Si tuviéramos que elegir al pintor nortemericano más prominente de los años sesenta -cuando produjo lo mejor de su obra, esa perturbadora imaginería siempre autocuestionándose que diez años después de su muerte no puede sino seguirnos pareciendo cada vez más profunda- sería Philip Guston (1913-1983).(...)
   Fue el tono dominante de la abstracción norteamericana, su afirmación presuntuosa de ser el último y culminante producto de la historia del arte, lo que irritó a Guston. "No veo por qué", comentó en 1958, "tenemos que celebrar la pérdida de fe en las imágenes y símbolos conocidos en nuestra época como si fuera una liberación. Es una pérdida que padecemos, y ese patetismo motiva a la pintura y a la poesía moderna en su corazón." Ahora es fácil ver algo que asciende a la superficie de sus cuadros de los años sesenta, una forma solidificada, como una roca o un cogote vislumbrado a través de la niebla (o lodo gris); una cosa que quiere ser vista. Pero ¿es una figura? Las figuras pertenecían a la estética pop: no eran el tema de la alta abstracción. De ahí que a los espectadores se les cruzaran los cables y establecieran conexiones equivocadas cuando el bulto con el que luchaba Guston se convirtió en sus "kukluxkeros", aquellas caricaturas achaparradas, amenazadoras, de cabezas puntiagudas, que se paseaban con lazos corredizos y fumando puros en sus achaparrados automóviles. Guston había pintado dichas figuras en los años treinta y, después de su intervalo abstracto, resucitaron a causa de su exasperación con la función que el formalismo le habia asignado al arte: "A mediados de los sesenta me sentía dividido, esquizofrénico. La guerra, lo que pasaba en Norteamérica, la brutalidad del mundo. ¿Qué clase de hombre soy... dejándome llevar por una furia frustrada hacia todo, y entrando luego en mi estudio para cambiar un rojo por un azul?".
   Incapaz de ser indiferente, no era un artista pop, y sin embargo su cambio tenía algo que ver con el pop: la búsqueda de un arte ensartado entre las altas intenciones morales (cosa que no tenía el pop) y las imágenes demóticas (cosa que sí tenía).(...)
  En gran medida, los cuadros de Guston de los años setenta dieron forma a esa misma sensación de enajenación, de vacuidad postraumática, de sombrío humor resistente, y a los líricos barruntos de un orden de salvación que Eliot hizo visible en los años veinte. Su paisaje de detritus, la caspa y el asco de la civilización reflejados en Gegontion -"La cabra tose por la noche en el campo que está en lo alto (...) rocas, musgos, uvas de gato, hierros, excrementos, los grandes signos de una cultura derrumbada en el horizonte, a orillas de la seca llanura, visible pero inalcanzable. 

 
   
   Contemplar un lienzo de Guston como La calle (1977) es darse cuenta de esas conjunciones. Parece una guerra entre pandillas neoyorquinas, o entre vagabundos: el grupo de piernas huesudas pateando el suelo con sus botas opuesto a una falange de manos empuñando tapas de cubos de basura. Pero la composición -procesional como un friso- evoca los sarcófagos romanos y, a través de ellos, los lienzos de Mantegna que están en el palacio de Hampton Court; las tapas devienen escudos clásicos, y las botas con clavos (vueltas hacia nosotros para que sólo podamos ver el pesado arco metático de los clavos) se transforman en los cascos herrados de los marciales caballos de Uccello que piafan escorzados en La batalla de San Romano. Todo esto sucede de manera muy natural, pues el artista recurre a una cultura común cuya conservación era uno de los ejes más profundos de su ansiedad.



   Tras la muerte de Guston, una serie de artistas menores se "apropiaron" de su estilo como emblema, con toda esa sutileza interiorizada, esa imitación de la torpeza basada en una inmersión total en la cultura pictórica. Después de abrir una brecha en el muro formalista (cuyos defensores de todas maneras estaban bastante soñolientos en aquel entonces), Guston dejó un hueco a través del cual pasaron el expresionismo kitsch, el "arte figurativo chapucero" y la "mala pintura", pululando como los bichos en sus propios cuadros. Guston nunca fue el "Mandarín haciéndose pasar por un inepto", como le llamaron en el título de una crítica bien conocida, pero sus "seguidores" rara vez fueron algo más que ineptos haciéndose pasar por mandarines.









viernes, 9 de septiembre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(5 de 6)_-_(Capitulo 8 del 'El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes)

   "Hacia finales de los setenta, concluyó la hegemonía del arte norteamericano. Los artistas europeos estaban hartos de oír hablar de lo mismo, y los estadounidenses ya no eran capaces de sostener esa supremacía. ¿Acaso lo único que había en materia de arte eran las virtuosas arideces, los pitidos como de buscapersonas y los zumbidos de un leve apocamiento, que se habían convertido en el menú del modernismo académico norteamericano? ¿Qué había sido del mito, de la memoria, de la fantasía, de la ingenuidad, de los rostros y las figuras, y de aquella sensación, una vez tan conocida, de estar contra la pared? ¿Qué había sido de las diferencias, las señas de identidad culturales que diferenciaban a los catalanes de los castellanos, a los de Berlín de los de Munich, a los napolitanos de los venecianos, y a todos de los norteamericanos? ¿Dónde estaba la Europa profunda anterior al último cuarto de siglo de reconstrucción de postguerra y que aún subyacía tras aquel barniz, debajo de la actividad de un internacionalizado (léase "americanizado") arte mundial?
   Esas preguntas fueron básicas para el arte europeo a finales de los años setenta y principios de los ochenta._(...)_, supuso el replanteamiento de algunas prioridades grabadas en la historia del arte del siglo XX por el MOMA y sus vástagos. A veces la noción del pasado se interiorizaba profundamente en la obra, como en las esculturas de Giovanni Anselmo, más bien lacónicas que convencionalmente minimalistas,_(...)_, o las visiones pomposas y apocalípticas de Enzo Cucchi, que evocan a la vez el pasado precristiano y los rituales de la moderna bruja rural,_(...)_, o los pastiches que Sandro Chia hizo del futurismo italiano._(...)_. Este eclepticismo resucitado podía patinar en ese frenesí de energía, tal como sucedió con la obra nerviosa y confusa de Sigmar Polke,_(...)_. También podía reflejar una relación relativamente tranquila con el pasado, como en la obra escultórica de Ian Hamilton-Findlay.

    
   La gran noticia transatlántica de principios de los años ochenta fue el neoexpresionismo alemán. En realidad, el expresionismo nunca había desaparecido del todo. Perduró en los años setenta a la zaga tanto del arte de terreno (con su implícita visión de la naturaleza como algo formidable y sacramental) como del arte corporal (Vito Acconci, Chris Burden o el artista vienés Arnulf Rainer).

   Pero el profeta de la resurrección expresionista fue un alemán, Joseph Beuys (1921-1986). Escultor, actor en happenings, Luftmensch político y fantaseador, se convirtió en la figura más influyente del arte europeo y, en gran medida, fue responsable, en los años ochenta, del aumento de la confianza europea en su propio arte en oposición al de Nueva York.

  Beuys no se convirtió en un artista profesional hasta que tuvo cuarenta y tantos años, tras haber sobrevivido a una serie de devastadoras depresiones; la tardia conversión de aquel piloto de la Luftwalfe y la angustia espiritual que le precedió eran parte importante de la leyenda para sus partidarios, quienes se tomaron su papel de profeta penitente tan en serio como si fuera un Lutero del orbe artístico desafiando al papado norteamericano._(...)_Su respuesta ante la incapacidad del arte de transformar directamente la sociedad fue dilatar la palabra artista para que incluyera a todos -para que el arte fuera cualquier forma de ser y hacer, en vez de una creación especifica- y luego denominar a todo el tejido social, la política incluida, como una "escultura social". Era brillante usando las cosas abandonadas, descarnadas, toscas y lacónicas para evocar un sentimiento trágico de la historia. Por ejemplo, su conmovedora caja relicario de Auschwitz, cuyo impacto se debía a su lenguaje indirecto: ningún cuerpo representado, sólo cosas en una caja de vidrio, bloques de grasa en una hornilla estropeada, salchichas en estado de descomposición, el cadáver seco de una rata en un cubo lleno de paja como una parodia de Cristo en el pesebre, el dibujo de un niño, un grabado del campo con sus filas apretadas de barracones. El aspecto "ingenuo" de los objetos encontrados y recogidos por Beuys prestaba al conjunto una convicción especial.

Joseph Beuys_ 'El Equipaje'-1969. Furgoneta Volkswagen con 10 trineos
     Muchas de sus cosas más grandes se sitúan entre la amenaza y el humor: ese enjambre de trineos de la supervivencia cada uno con su manta de fieltro, su linterna y una ración de grasa, saliendo a raudales por la parte trasera de una furgoneta Volkswagen; o el piano cubierto con fieltro, como un elefante gris mal disecado, con dos cruces rojas cosidas en la piel. El interés de Beuys por el chamanismo y la invocación de animales totémicos -el conejo, la abeja y el ciervo entre otros, garabateados en innumerables dibujos, moldeados en cera y grabados en pizarra- tenía mucho más que ver con el panteismo de los primeros románticos septentrionales del siglo XX, como Klee o Franz Marc, que con la auténtica antropología, a pesar de su esperanza en un arte "antropológico" capaz de otorgar a los actos humanos un carácter ritual. El símbolo más memorable que concibió para expresar su creencia en el contrato entre el artista como chamán y el animal como tótem fué su happening de 1965, Cómo explicarle las imágenes a una liebre muerta, en el que aparecía con la cabeza embadurnada de miel y cubierto con panes de oro, con una plancha de hierro atada al tobillo derecho, hablándole entre dientes, de forma inaudible y durante tres horas, al cadáver del animal que acunaba en sus brazos.
   Estos rituales paródicos, todo ese juego con palos y grasa, huesos, herrumbe, sangre, fango, cobertores de fieltro, oro y animales muertos, tenían un propósito: expresar un estado de conciencia precivilizada, un conocido tema de la modernidad. Pero sugerían, al contrario de los anteriores modelos "primitivos", la inminencia de un regreso a alguna forma de barbarismo, o cuando menos, al tribalismo. De ahí la popularidad del arte de Beuys entre los románticos jóvenes; pues ofrecía un delicioso escalofrío de imagineria telúrica y étnica a los que vivían en edificios altos. Al hacer eso, contribuía a rehabilitar ciertos sentimientos entrañables reprimidos tras la caída del nazismo.




   El expresionismo figurativo había sido una invención alemana y austríaca. No fue simplemente un movimiento artístico del siglo XX, sino el final de una rica veta de imaginería que se extendía desde las tallas populares de Baviera y la obra de Mathias Grünewald hasta la melancolía alpina de Caspar David Friedrich y el extático culto a la naturaleza de Philip Otto Runge. Hitler odiaba el expresionismo como cosa de "judíos", pero algunos nazis prominentes, encabezados por Albert Speer, intentaron persuadirlo en los años treinta de que por lo menos algunos aspectos del expresionismo -la imaginería de un paisaje primordial y su simplicidad rural, el gusto por los temas campesinos y las visiones animistas de la naturaleza- podrían serle de mucha utilidad al Partido.
   Speer llegó al extremo de proponer a Emil Nolde, nazi también, como artista oficial. Hitler ni siquiera quiso oír hablar del tema, de modo que los expresionistas fueron a parar al exilio o a los campos. Sin embargo, eso no significó que los artistas alemanes, después de la guerra, abrazaran el expresionismo con mucha alegría. Para entonces, sus atributos "germánicos", su enaltecimiento de lo instintivo, lo irracional y lo völkisch estaban casi tan absolutamente contaminados por las secuelas del nazismo como la música de Wagner o la arquitectura de Schinkel. Ahora se identificaba al arte abstracto con la libertad y la democracia. Se había convertido en parte de la imaginería de la reconstrucción de postguerra: la mayoría de los artistas alemanes adoptaron un estilo internacional, y lucían la abstracción de la misma manera que los arquitectos alemanes exhibían el bloque de oficinas abstracto con fachadas de muros de cortina: como un virtuoso uniforme de la desnazificación.
   Beuys cortó ese nudo gordiano. Su don para convertir, como por medio de un acto chamanístico, los materiales convencionalmente repelentes y los recuerdos socialmente aborrecibles en visiones oblicuas de la historia, fue lo que provocó la resurrección expresionista de finales de los setenta. Consiguió reintegrar en la cultura moderna la nostalgia alemana de un pasado mítico, haciendo posible que los alemanes -por vez primera desde 1933 en el contexto de las artes visuales- se desenvolvieran con una conciencia tranquila en medio de su hereditaria imaginería romántica, tan fatalmente contaminada por Hitler.


   El resultado fue la heftige Malerei, la 'pintura impetuosa', una nueva emanación de un pozo que se consideraba cerrado desde hacia mucho tiempo. En realidad, la "nueva pintura alemana" no era tan nueva; simplemente tardó bastante tiempo en establecerse, especialmente en Norteamérica. Se remontaba a principios de los sesenta, reflejándose más vividamente en la obra de dos jóvenes pintores de Berlín, Eugene Schönebeck (n. 1936) y Georg Baselitz (n. 1938). En efecto, la estética de esa generación confesaba que los padres -haciendo un apacible arte "internacional" en medio de los escombros de la postguerra alemana- habían defraudado a los hijos, cuya única esperanza era remontarse a una forma más vieja de afirmación alemana, aún dolorosamente sincera: el expresionismo. Perversamente, Baselitz insistió en la "no objetividad" de su obra: "Trabajo exclusivamente en la invención de nuevos ornamentos". Nada podía ser menos ornamental o abstracto que las obras que él y Schönebeck expusieron a principios de los sesenta, a continuación de sus manifiestos Pandämonium que sonaban a bisoñadas apocalípticas: "Queremos desenterrarnos, desenfrenarnos irrevocablemente (...) En la desesperación feliz, con los sentidos inflamados, el amor irresoluto, la carne dorada: la naturaleza vulgar, la violencia (...) Estoy en la luna como otros están en los balcones", etc. Los gruesos homúnculos de Schönebeck, las figuras macizas y débilmente dibujadas de Baselitz paseando entre montones de escombros, transmitían mucho de la cara oculta del "milagro económico alemán" de postguerra: esa sensación de mutilación y de derrota heredada, cuyo símbolo supremo fue el Muro de Berlín. 






   Esa pareja mostrándose mutuamente las manos estigmatizadas en Los grandes amigos (1965) se asemeja ahora a los emblemas proféticos de la propia generación de Baselitz, los portadores de la ecopolítica Verde, el terrorismo de la Facción del Ejército Rojo y las revueltas estudiantiles en Alemania a finales de los años sesenta.(...)
   Pero entonces, ¿cuáles son los neoexpresionistas alemanes que sí pueden compararse con sus antecesores de hace sesenta años? El simple hecho de plantear la pregunta equivale a sentir una punzada de vergüenza, a pesar de la vehemencia del mercado en la década de los ochenta, del respaldo del gobierno de Alemania Occidental y de una veintena de corporaciones, de los elogios sin límites de los críticos, y del esfuerzo de los museos por consagrarlo, la mayor parte de la heftige Malerei parece apresurada, estridente y lamentablemente inflada. Resulta bastante curioso que mucho del neoexpresionismo parezca ahora un codicilo para el arte pop, en el cual un perpetuo fortissimo de "expresividad" -formato grande, espesas capas de pintura, figuras retorcidas, ojos que miran fijamente, factura apresurada y el ficticio salvajismo cromático- es fríamente citado como cualquier otro estilo museístico. Hay menos sentimiento auténtico en seis metros de garabatos, símbolos algebraicos y pseudoarcaicos monigotes de A.R.Penck que el que late en unos cuantos centímetros cuadrados de cualquiera de los últimos cuadros de Klee. Es poco probable que la posteridad ansie la obra de Rainer Fetting, Salome, K.H.Hodicke, Helmut Middendorf y los demás, con toda su prisa rimbombante y su estrepitosa torpeza. Posiblemente, de todos los nuevos pintores alemanes que surgieron a finales de los setenta y fueron ensalzados en influyentes exposiciones a principios de los ochenta -Un nuevo espíritu en la pintura en el Royal Academy, Zeitgeist en Berlín-, el único perdurable sea Anselm Kiefer.



   Kiefer (n.1945) fue alumno de Beuys en la Academia de Arte de Düsseldorf, y su obra aún lleva la impronta de Beuys en sus materiales: alquitrán y paja, hierro oxidado y plomo. Sus enormes cuadros, cuya acumulación de detalles cubriendo toda la superficie revela una deuda considerable con Pollock además de con Beuys, son emblemas históricos con dejos mistagógicos. El tema obsesivo de Kiefer es la colisión letal entre la historia alemana y la judía, lo cual ha provocado la acusación de coquetear con un "fascismo fascinante" simplemente para darle a su obra un inmerecido peso moral. Ciertamente, se trata de una acusación injusta, aunque no es menos cierto que su retórica pictórica a veces se hunde bajo el peso de la historia que invoca. Una relación parcial de sus referencias incluiría la alquimia, la cábala, el holocausto, la historia del éxodo, Alemania ocupada por Napoleón, el kitsch neoclásico del nazismo: un cargamento muy pesado de llevar, incluso para cuadros grandes. Quizá el grupo de imágenes más humanamente conmovedor de Kiefer sea el que pintó inspirándose en "Fuga de la muerte", un poema escrito por Paul Celan en un campo de concentración alemán, que dice así en uno de sus pasajes:


   "La muerte es un viejo maestro alemán   sus ojos son azules 
   Te dispara con balas de plomo   tiene buena puntería
   un hombre vive en la casa   tu pelo dorado Margarete
   él nos pone su carga encima   nos concede una sepultura en el aire
   juega con las serpientes y sueña despierto   la muerte es un viejo maestro alemán
   tu pelo dorado Margarete
   tu pelo ceniciento Sulamita..."


     Margarete, la personificación rubia de la feminidad aria, y Sulamita, la judía incinerada que es también la arquetípica amada del Cantar de los Cantares, de Salomón, se entralazan en la obra de Kiefer de una manera evocadora, inquietante y oblicua. Ninguna aparece como figura; la presencia de Margarete queda señalada por unas briznas largas de paja dorada, mientras que el emblema de Sulamita es la sustancia quemada y la sombra negra.



   De este modo, con Sulamita (1983), estamos ante la perspectiva piranesiana de una cripta achaparrada y tiznada por el fuego, donde el óleo aplicado en gruesas pulgadas de espesor se esfuerza por transmitir la resistencia de la mampostería. El subterráneo abovedado salió del diseño de un arquitecto nazi para una wagneriana "sala de funerales destinada a los grandes soldados alemanes", edificada en Berlín en 1939. El monumento hitleriano se convierte en monumento judío; al final de esa claustrofóbica mazmorra-templo, arde un pequeño fuego en un altar, el holocausto mismo.
   El talento de KIiefer reside en el motivo, la imagen, y no es un artista formalmente inventivo. Sus dibujos carecen de fluidez y claridad, y el color es monótono, aunque lo primero parece reforzar la absoluta seriedad de su estilo y lo segundo, desde luego, contribuye a su lúgubre intensidad. Pero a pesar de toda su grandilocuencia, la obra de Kiefer transmite los mensajes sin el pomposo narcisismo que aflige a tantos de sus colegas.








   Ciertamente no había nadie como Kiefer en Nueva York, cuya vieja función como centro imperial de la modernidad tardía empezó a presentar síntomas de desgaste en los años ochenta. Pero esos síntomas quedaban (al menos a principios de la década) parcialmente ocultos tras una frenética superficie de creación de celebridades, insultos entre críticos y promoción de mercado. La obra de Andy Warhol desembocó en su última decadencia, el kitsch débil, pero el doble mensaje de su carrera -que la industria de la moda era el principal modelo cultural y que el quid del arte era el negocio- arrasó como una avalancha en medio del boom del mercado del arte más grande de la historia.
   En los años ochenta, el perfil del boom del arte de los sesenta cambió completamente. Quince años antes, en medio del clamor con que Norteamérica descubrió la cultura de la juventud como un fin en sí mismo, pretendiendo identificar la adolescencia tardía con una verdad visionaria y la moralidad política, el arte tendía a ensimismarse en sus propios procesos (el minimalismo) o en lo altruistamente decorativo (los campos de color). Lo mismo daba que desde el púlpito de la barricada universitaria se denunciara a los cerdos y fascistas, poco importaban las mutaciones que la angustia moral de Vietnam provocara en el discurso verbal, pasara lo que pasara, el campo de color y la caja mínima seguían conservando su carácter apolíneo; y en general, la juventud per se se veía como un problema técnico más al que los artistas tenían que enfrentarse en el camino hacia la madurez. A principios de los años ochenta, se verificó exactamente lo contrario. Aunque la izquierda norteamericana estaba desmoralizada y en plena retirada, el mundo del arte llegó a considerar a la juventud en sí como una señal de mérito: "la frescura", "el nuevo talento", pienso para un mercado de masas de repente en auge.
   Una norteamérica muy distinta se dio a conocer con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca. Su atmósfera era de un afable y burdo oportunismo ideológico; una sensación de bienestar gubernamental en las relaciones públicas y en el asesoramiento de imagen. Norteamérica en los años ochenta se embarcó en una política de hipocresía y de promesas tranquilizadoras que engranaba perfectamente con su cultura de la celebridad y la promoción.
   
   El arte era el producto perfecto para aquel sistema de valores. Ahora Norteamérica contaba con más de un millón de millonarios -muchos de ellos millonarios serios, de ocho cifras-. Gradualmente, al principio, y luego con una prisa colectiva llena de entusiasmo, este ejército de coleccionistas potenciales comprendió que el arte era la única mercancía en la que se podían gastar cantidades ilimitadas de dinero sin parecer ordinarios, ni ostentosos. Las bañeras de mármol sólo significaban la riqueza, pero Jasper Johns ofrecía la trascendencia. Cuanto más arte uno compra, más principesco parecerá. Cada especulador se convirtió en su propio Lorenzo. Los productores de Hollywood, que hasta los años ochenta sólo se habían ocupado de su negocio tradicional, que era inundar de oropeles y porquerías las ondas hertzianas, de ahora en adelante eclosionaban con sus museos privados. Puede que todavía el corredor de bienes raíces con sus dientes afilados de tiburón pensara que Parmigianino era alguna clase de queso, pero tuvo que aprender a pronunciar las sílabas del nombre de Jean Baudrillard y a ronronear, con aire de erudicción, sobre la ironía de la postmodernidad. Como caribúes emigrando a través de la tundra ártica, rebaños de rumiantes, gentes interesadas en el arte visitaban las galerías de Wext Broadway y del East Village, a veces solos en sus limusinas, otras, guiados en grupos por asesores artísticos profesionales, mientras rumiaban pensativamente las categorías de lo nuevo y lo interesante. Y así, por primera vez en toda la historia, el arte se enfrentó a las condiciones de un mercado de masas. Al parecer, uno de cada dos norteamericanos había llegado a creer que la posesión de obras de arte otorgaba una distinción no sólo social, sino en cierto modo moral: el cuadro de De Kooning colgado en la sala sugería valor más dramáticamente que la Biblia en las salas de una Norteamérica ya lejana. Pero no había suficientes cuadros de De Kooning (ni arte clásico de ninguna clase) para satisfacerlos a todos.
   En 1980, los tres cuadros más caros jamás vendidos en una subasta pública fueron Julieta y su niñera, de Turner (6,4 millones de dólares), Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez (5,4 millones de dólares), y El jardín del poeta, de Van Gogh (5,2 millones de dólares). En su momento, estos precios parecían escandalosos y espectaculares. Hoy serían casi demasiado módicos como para ser noticia. El mercado del arte a finales de los ochenta se había convertido en una demencial plaza de toros del fetichismo, donde unos lienzos de Van Gogh podían venderse por 35 millones de dólares a una compañía de seguros japonesa y por 53 millones de dólares a un fabricante de cervezas australiano; donde Yo, Picasso, un pequeño autorretrato de la primera época, sin ninguna importancia especial, subastado por unos 5 millones de dólares a mediados de los ochenta, se vendía en 1989 por 47 millones de dólares; donde incluso una obra de un artista vivo, Comienzo falso, de Jasper Johns, se vendía por 17,7 millones de dólares en una venta pública. Esos precios ya han perjudicado incalculablemente la noción del arte como un medio socialmente compartido, de libre acceso al pensamiento y al juicio crítico. Al final, puede que consigan destruir ambas concepciones, con muy pocas áreas de exención. La superficie centelleante y exorbitante del mercado del arte no consigue disimular una inmensa amargura: la muerte de la vieja creencia de que las grandes (y no tan grandes) obras de arte son, de algún modo, propiedad común de todos los seres humanos. Encasillada en ese marco de "valor" ridículo, la obra maestra se transforma en un instrumento para cegar a la gente deslumbrándola.(...)


   Las obras que más consumía el nuevo mercado de masas eran las recientemente pintadas, y el proyecto del mercado de la postmodernidad era persuadir a su clientela de que el mayor valor correspondía a lo temporalmente nuevo. (Naturalmente, desempolvaron y reciclaron todos y cada uno de los flatulentos clichés de la leyenda áurea del vanguardismo.) La capacidad de cada cual para desenfundar el revólver, disparar sin apuntar y dar en el blanco del futuro antes de que sus precios se quintuplicaran fue solemnemente descrita por un marchante y coleccionista de arte de Nueva York, Eugene Schartz -con un término tomado de la jerga bursátil-, como "masa perceptiva". Con centenares, y luego miles, de aspirantes a coleccionistas, flexionando diligentemente los bíceps de sus masas perceptivas recién descubiertas, el mundo del arte neoyorquino a mediados de los ochenta había empezado a tener algo más que un ligero parecido con el apogeo de la tulipomanía en Utrech.
   Tal vez aquella histeria apenas disimulada no habría importado demasiado si el nuevo material que consagraba hubiera poseído la solidez del mejor arte norteamericano de los años cincuenta o sesenta, pero realmente había muy poca calidad.(...)
   En realidad, el tono de voz predominante en esa estética provenía no tanto de las tradiciones de las bellas artes como de los medios de comunicación, especialmente la televisión. Aquélla era la primera generación de artistas norteamericanos que había crecido frente a la caja boba, pegada al pezón del kitsch electrónico desde la infancia, mamando sus cambios de imágenes hiperrápidos, todo lo "guay" desechable, su predilección por la narrativa banal y su obsesión con la celebridad. Veinte años después del nacimiento del pop, la televisión había producido una cultura común que prácticamente había borrado la experiencia de primera mano de la naturaleza, excepto (gracias al movimiento ecologista) como tema de preocupación política. Una cultura penetrada por un curioso y distanciado sentido de la repetición, cuyas imágenes llegaban a un grado de saturación antes inimaginable. Esto entrañaba un problema para el fin de siglo norteamericano. Cuando el mundo entero, incluyendo las imágenes de su cultura, nos llega etiquetado y clasificado con antelación, la capacidad de experimentar sorpresa se agota; la novedad solicita un movimiento más rápido y una intensidad más burda. Se puede consumir arte en exceso, y eso fue lo que sucedió en los años ochenta.
   Todas las categorías regresaron, pero no en su forma original, pues se habían transmutado en una conciencia exacerbada de su propia historia. No se podía (tal era la sensación) "expresar" ingenuamente, pero se podía citar el lenguaje de la expresión. De modo que todo el arte, reciclado a partir del banco colectivo de la memoria de la reproducción y la exposición museística, parecía aspirar a la condición de la estética pop. Los movimientos regresaron como simulacros de sí mismos, un proceso que le sentaba muy bien a la fase alejandrina de la modernidad, una cultura obsesionada con el reciclaje y la cita académica. La palabra de moda a principios de los años ochenta era "apropiación", lo que sonaba más dinámico que decir simplemente "cita" del arte de otro y más respetable que decir "plagio" a secas. Así las cosas, Sigmar Polke se apropió de las "transparencias" de Picabia, de las cuales a su vez se apropió un artista norteamericano más joven, David Salle (n.1952), mientras la construcción verdaderamente cultural del artista como héroe pasaba a ser propiedad de Julian Schnabel -quien la convirtió, como por medio del toque de varita mágica de un alquimista, en un plomizo cliché-: un pintor tan pagado de sí mismo que una vez llegó a decirle a un periodista que sus "pares" eran Duccio, Giotto y Van Gogh.
   En los años ochenta, se experimentó toda la fuerza de una cultura de la reposición y el efecto extrañamente desplazador que ésta puede tener en cualquier cosa que sea estéticamente específica. Como la televisión misma, la cultura de la reposición tiende a borrar la sensación de estar en un lugar dado en un momento dado. Tiene hambre de las resucitaciones y está atormentada por una sensación de déjà-vu nacida de la disponibilidad total de todas las imágenes. En su perfecta disponibilidad, la reproducción tiende a superar la experiencia directa del arte en la pared de un museo. Aunque sin peso, promociona la discontinuidad.










   

   Sin embargo, en aquella decada demasiado estresada, había un foco de arte que valía la pena, constituido por artistas neoyorquinos más jóvenes. De modo que, aparte de los artistas abstractos y semiabstractos antes mencionados (Scully, Marden, Murray), estaba, por ejemplo, la obra gravemente icónica de Robert Moskowitz y la de Susan Rothenberg. A mediados de los setenta, Rothenberg salió del arte minimalista para entrar en el figurativo nada menos que con imágenes de caballos: siluetas esquinas, emblemáticas y no descriptivas, incrustadas en el espacio plano. En realidad, su aspecto "primitivo" era la cita; el uso inteligente de los colores en estrecha armonía y su pigmento pastoso elegantemente manipulado demostraba que ya era una artista de una sofisticación considerable. Lo que no estaba tan claro era adónde conducía aquella imaginería casi heráldica. Pero ella se aferró a la (igualmente emblemática) figura humana, presentándola como una colección de partes, signos y fragmentos: una boca abierta, una cabeza como un bulto, o la secuencia de imágenes de un brazo extendiéndose que parece tartamudear a través del lienzo con la inseguridad de un enfermo terminal. La obra parecía apagada, nada elocuente e inquebrantablemente sincera. Hablaba de la implosión emocional y de la supervivencia, revelando un contraste fascinante entre la dureza de sus medios pictóricos y la ansiedad que sugerían. Ambos atributos, más que hacer un retrato del patetismo, lo encarnaban.
   Sin embargo, la presencia de un puñado de artistas de estas características no bastaba para disipar la sospecha de que Nueva York iba por el mismo camino que París había tomado después de 1955.(...) Pero exactamente como ocurrió en París, en los años ochenta, cuando por primera vez en trescientos años se hizo evidente que allí no había ningún artista verdaderamente grande trabajando, así de profunda era también la sensación de pérdida y de déficit en Manhattan. Ahora la cultura estaba demasiado descentralizada para que el modelo imperial pudiera sostenerse". ('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes)