A finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando gran parte de la juventud de la clase media europea y norteamericana era un hervidero de protestas -primero contra la guerra de Vietnam y después contra el racismo; el sexismo y la ruina ecológica-, a los artistas les resultaba dificil privar a sus obras de contenido político, aunque en privado abrigaran, o no, dudas sobre la eficacia pública de sus gestos.
Algunos crearon un arte serio y que valía la pena que reflejara sus percepciones políticas. El artista norteamericano Neil Jenney (n.1940) pintó vistas de la naturaleza que eran detalles iconográficos, comprimidos en sus marcos. Los marcos -profusamente moldurados llevan la noción del cuadro como ventana al borde de la parodia. (...) Jenney suele enfatizar la idea del marco como parte de la imagen pintando de blanco sus rebordes interiores. (...) El marco es una cárcel para un signo de la inmensidad tradicional, la visión decimonónica de una Norteámerica inmaculada. Pero si uno mira más de cerca, descubre que este paisaje ideal padece ulceraciones, y una nube siniestra asciende desde la tierra. La perfección técnica evoca un mundo en peligro.
Edward Kienhoz_'El hospital del estado'-1966 |
En las construcciones a guisa de retablos de Edward Kienholz (1927-1994), la imaginería de la violación, lo perdido y la incitación es tan palpable como una pared. El solipsismo de las figuras en El hospital del estado (1966) queda enfatizado con la metáfora de Kienholz de un globo de cómic, lo cual significa que el miserable ser acostado en la cama de abajo no hace más que soñar con la idéntica miseria del paciente que yace en la cama de arriba. Aunque la vieja pretensión de la vanguardia de cambiar las condiciones objetivas de la vida por medio del arte se ha desvanecido, la creencia de que aún puede contemplar un campo situado más allá de su propio proceso, creando imágenes inolvidables, sigue presente en Kienholz y le da una relevancia especial a la obra de, entre otros, R.B. Kitaj (n.1932)
"A mí me parece", declaró Kitaj en 1976, "que resulta al menos tan avanzado o radical intentar hacer un arte más social que no intentarlo". Sin embargo, su idea de un arte más social no tenía nada que ver con el realismo social. Es una especie de cuadro histórico fragmentado (un esfuerzo más lleno de alusiones que el de Robert Rauschenberg en los sesenta). El proyecto de Kitaj podría rebobinarse hasta llegar a la Tierra baldía, de T.S. Eliot, ya que es un intento de ver la historia a través de la lente de otros medios -libros, fotos, detalles de fotogramas aumentados, recuerdos iconográficos de toda clase, desde la cara de un judío condenado hasta los demonios atormentando a san Antonio en una obra de Sassetta- combinados en un montaje pintado. Alude obsesivamente al paisaje principal de la tragedia judía, el norte de Europa durante los años veinte y treinta, la época de los dictadores. Cuando aparece el mundo mediterráneo no es el paisaje suntuoso imaginado por Matisse y por Picasso, sino la Cataluña desgarrada por la guerra, un barrio prostibulario en Esmirna o El Pireo, o el sórdido ambiente levantino de la Alejandría de Cavafis. Sus protagonistas, cuyas presencias invocan frecuentemente los cuadros de Kitaj, son los Palinuros de la modernidad, los timoneles extraviados y los "cosmopolitas desarraigados", los judíos errantes y los perdedores de la lucha por el poder: Benjamín, Trotsky, Rosa Luxemburg. Kitaj está concentrado en la diáspora como emblema de la difusión y reagrupación cultural del siglo XX. Como en una deconstrucción literaria, negando la posibilidad de un significado definitivo para cualquier texto, él conecta su arte con la tradición judía erudita del midrash: un acumulado palimpsesto de interpretación crítica sobre cada línea de las Sagradas Escrituras, produciendo un "compendio enorme" sin ningún significado canónico establecido. Lo que generalmente salva la obra de Kitaj de los peligros de la congestión que esto plantea es el talento visual y la obsesiva ejercitación de su virtuoso dibujo, que recorre toda la gama de efectos, desde las historietas hasta el más puro lirismo -sus desnudos son los más eróticos del arte actual- pasando por las alusiones a la cultura de la reproducción en serie sin caer bajo su influjo.
En Norteamérica, en los años setenta, la política del mundo del arte recibió la influencia de las ideas de aquellos que, como Herbert Marcuse, argumentaban que ningún acto -desde luego tampoco la creación de imágenes- era apolítico. Por lo tanto, casi cualquier gesto relacionado con el arte, aunque se realizara con el lenguaje correcto, podía considerarse un acto político. (...) Robert Morris cerró una exposición de sus cajas y series de troncos de poliestireno en el Museo Whitney de Arte Americano en señal de protesta por los bombardeos de Camboya.(...) Quizá el gesto más radicalmente conmovedor de la época fue el de una artista neoyorquina llamada Lee Lozano, quien anunció la representación de una "obra" en la que ella "gradual pero resueltamente evitaría asistir a los actos oficiales o públicos de la "zona residencial" de la ciudad y a las reuniones relacionadas con el "mundo del arte" para dedicarse a la investigación de una revolución total personal y pública".(...)
Daniel Buren anunció, en 1967, en un rapto de égalité que "todo arte es reaccionario" y que el artista, como tal, es sólo un director de las fantasías de otra gente. La solución de Buren para la angustia del elitismo estético fue exhibir, dentro del Salón de Mayo de 1968, en doscientas vallas publicitarias por doquier en París y en la espalda de un hombre-anuncio que desfilaba frente a la galería, unos trozos de tela con rayas verdes y blancas que, para los no iniciados, semejaban muestras de lona para toldos.
Los artístas radicales de los setenta despreciaban el mercado del arte y su afán de "comercialización". El objeto de su desprecio era una postura, un pequeño brote, comparado con el monstruo invasor en que se transformaría el mercado del arte en los ochenta. Pero la dependencia económica que sufría el arte a manos del capital provocaba sinsabores. Que el capitalismo era malvado por naturaleza y el origen de todos los racismos, guerras y opresiones era aún una opinión admitida en la ideología del 68, y también entre los artistas: bagaje intelectual de la época, un equipaje que no se volvió a empacar hasta los años ochenta. Esas ideas rechinaban con la creciente sensación de que las aspiraciones al arte "épico" (al adjetivo le brotaron unas comillas en los setenta) eran de algún modo falsas, mera jerga de vendedor. En esas regiones resbaladizas, uno de los pocos guías aceptables era Marcel Duchamp.
A finales de los años sesenta, Duchamp había adquirido entre los artistas jóvenes la talla que tenía Picasso en la década de los cuarenta. Pero había una diferencia importante. Picasso era el prototipo viviente del "heroico" de la era moderna, luchando a brazo partido con todas las sensaciones que el mundo podía ofrecerle, sintiéndolas a través de sus propias emociones sin avergonzarse e imponiéndose a la vida con la misma libertad que Rubens. En cambio Duchamp era un poeta de la entropía. (...) Duchamp inventó una categoría que denominó "inframenudo", "subminúsculo"; residía, por ejemplo, en la diferencia de peso entre una camisa limpia y la misma camisa una vez usada. Inframenudo era el peso de la ampolleta que Duchamp rellenó con aire de París. Tenía en mente "un transformador para aprovechar las pequeñas energías derrochadas", como las que empleamos al soltar una risita, o cuando despedimos el humo del cigarrillo. (Semejante instrumento habría sido de utilidad en algunos círculos artísticos de Nueva York). En cierto sentido, preocuparse por tales insignificancias es puro dandismo, garabatos, una manera de pasar el tiempo. Pero en otro, reivindica un propósito crítico. En realidad, quiere decir: el arte, en el marco de las cosas más grandes, es pequeño, y uno sólo lo hace para pensar con un poco más de claridad. (...)
El culto a lo inframenudo contribuyó a provocar una reacción general contra lo que se había transformado en el arte estándar del museo de la modernidad norteamericano: el lienzo grande, de buena factura, opulentamente coloreado, "postpictoricista", hecho con la intención de proporcionar un placer inteligente aunque a veces algo difuso y sensual: Frankenthaler, Louis, Noland. En su lugar se propuso un arte tan pequeño -de hecho, tan insignificante- que uno apenas se diera cuenta de que estaba allí. De ahí las esculturas de artistas como Richard Tuttle, cuya obra consitía en un trapo de color pardo o un trozo de alambre doblado."_('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes).
"A mí me parece", declaró Kitaj en 1976, "que resulta al menos tan avanzado o radical intentar hacer un arte más social que no intentarlo". Sin embargo, su idea de un arte más social no tenía nada que ver con el realismo social. Es una especie de cuadro histórico fragmentado (un esfuerzo más lleno de alusiones que el de Robert Rauschenberg en los sesenta). El proyecto de Kitaj podría rebobinarse hasta llegar a la Tierra baldía, de T.S. Eliot, ya que es un intento de ver la historia a través de la lente de otros medios -libros, fotos, detalles de fotogramas aumentados, recuerdos iconográficos de toda clase, desde la cara de un judío condenado hasta los demonios atormentando a san Antonio en una obra de Sassetta- combinados en un montaje pintado. Alude obsesivamente al paisaje principal de la tragedia judía, el norte de Europa durante los años veinte y treinta, la época de los dictadores. Cuando aparece el mundo mediterráneo no es el paisaje suntuoso imaginado por Matisse y por Picasso, sino la Cataluña desgarrada por la guerra, un barrio prostibulario en Esmirna o El Pireo, o el sórdido ambiente levantino de la Alejandría de Cavafis. Sus protagonistas, cuyas presencias invocan frecuentemente los cuadros de Kitaj, son los Palinuros de la modernidad, los timoneles extraviados y los "cosmopolitas desarraigados", los judíos errantes y los perdedores de la lucha por el poder: Benjamín, Trotsky, Rosa Luxemburg. Kitaj está concentrado en la diáspora como emblema de la difusión y reagrupación cultural del siglo XX. Como en una deconstrucción literaria, negando la posibilidad de un significado definitivo para cualquier texto, él conecta su arte con la tradición judía erudita del midrash: un acumulado palimpsesto de interpretación crítica sobre cada línea de las Sagradas Escrituras, produciendo un "compendio enorme" sin ningún significado canónico establecido. Lo que generalmente salva la obra de Kitaj de los peligros de la congestión que esto plantea es el talento visual y la obsesiva ejercitación de su virtuoso dibujo, que recorre toda la gama de efectos, desde las historietas hasta el más puro lirismo -sus desnudos son los más eróticos del arte actual- pasando por las alusiones a la cultura de la reproducción en serie sin caer bajo su influjo.
En Norteamérica, en los años setenta, la política del mundo del arte recibió la influencia de las ideas de aquellos que, como Herbert Marcuse, argumentaban que ningún acto -desde luego tampoco la creación de imágenes- era apolítico. Por lo tanto, casi cualquier gesto relacionado con el arte, aunque se realizara con el lenguaje correcto, podía considerarse un acto político. (...) Robert Morris cerró una exposición de sus cajas y series de troncos de poliestireno en el Museo Whitney de Arte Americano en señal de protesta por los bombardeos de Camboya.(...) Quizá el gesto más radicalmente conmovedor de la época fue el de una artista neoyorquina llamada Lee Lozano, quien anunció la representación de una "obra" en la que ella "gradual pero resueltamente evitaría asistir a los actos oficiales o públicos de la "zona residencial" de la ciudad y a las reuniones relacionadas con el "mundo del arte" para dedicarse a la investigación de una revolución total personal y pública".(...)
Daniel Buren anunció, en 1967, en un rapto de égalité que "todo arte es reaccionario" y que el artista, como tal, es sólo un director de las fantasías de otra gente. La solución de Buren para la angustia del elitismo estético fue exhibir, dentro del Salón de Mayo de 1968, en doscientas vallas publicitarias por doquier en París y en la espalda de un hombre-anuncio que desfilaba frente a la galería, unos trozos de tela con rayas verdes y blancas que, para los no iniciados, semejaban muestras de lona para toldos.
Los artístas radicales de los setenta despreciaban el mercado del arte y su afán de "comercialización". El objeto de su desprecio era una postura, un pequeño brote, comparado con el monstruo invasor en que se transformaría el mercado del arte en los ochenta. Pero la dependencia económica que sufría el arte a manos del capital provocaba sinsabores. Que el capitalismo era malvado por naturaleza y el origen de todos los racismos, guerras y opresiones era aún una opinión admitida en la ideología del 68, y también entre los artistas: bagaje intelectual de la época, un equipaje que no se volvió a empacar hasta los años ochenta. Esas ideas rechinaban con la creciente sensación de que las aspiraciones al arte "épico" (al adjetivo le brotaron unas comillas en los setenta) eran de algún modo falsas, mera jerga de vendedor. En esas regiones resbaladizas, uno de los pocos guías aceptables era Marcel Duchamp.
A finales de los años sesenta, Duchamp había adquirido entre los artistas jóvenes la talla que tenía Picasso en la década de los cuarenta. Pero había una diferencia importante. Picasso era el prototipo viviente del "heroico" de la era moderna, luchando a brazo partido con todas las sensaciones que el mundo podía ofrecerle, sintiéndolas a través de sus propias emociones sin avergonzarse e imponiéndose a la vida con la misma libertad que Rubens. En cambio Duchamp era un poeta de la entropía. (...) Duchamp inventó una categoría que denominó "inframenudo", "subminúsculo"; residía, por ejemplo, en la diferencia de peso entre una camisa limpia y la misma camisa una vez usada. Inframenudo era el peso de la ampolleta que Duchamp rellenó con aire de París. Tenía en mente "un transformador para aprovechar las pequeñas energías derrochadas", como las que empleamos al soltar una risita, o cuando despedimos el humo del cigarrillo. (Semejante instrumento habría sido de utilidad en algunos círculos artísticos de Nueva York). En cierto sentido, preocuparse por tales insignificancias es puro dandismo, garabatos, una manera de pasar el tiempo. Pero en otro, reivindica un propósito crítico. En realidad, quiere decir: el arte, en el marco de las cosas más grandes, es pequeño, y uno sólo lo hace para pensar con un poco más de claridad. (...)
El culto a lo inframenudo contribuyó a provocar una reacción general contra lo que se había transformado en el arte estándar del museo de la modernidad norteamericano: el lienzo grande, de buena factura, opulentamente coloreado, "postpictoricista", hecho con la intención de proporcionar un placer inteligente aunque a veces algo difuso y sensual: Frankenthaler, Louis, Noland. En su lugar se propuso un arte tan pequeño -de hecho, tan insignificante- que uno apenas se diera cuenta de que estaba allí. De ahí las esculturas de artistas como Richard Tuttle, cuya obra consitía en un trapo de color pardo o un trozo de alambre doblado."_('El impacto de lo nuevo'_Robert Hughes).
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