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domingo, 2 de octubre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(2 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo nuevo de Robert Hughes).

   "¿Dónde empezó esta nueva academia? En sus origenes, el mito vanguardista había considerado al artista como un precursor; la obra significativa es la que prepara el futuro. El culto de una vanguardia cultural no era imaginable antes de 1800. Fue fomentado por el auge del liberalismo. Allí donde el gusto cortesano, religioso o laico determinaba el mecenazgo, la innovación "subversiva" no era considerada como señal de calidad artística. Tampoco había ningún culto a la autonomía del artista; eso llegaría con los románticos._(...)

   (...)_Antes de la Revolución Industrial, la idea de una alfabetización masiva era sólo una idea, y una idea no siempre bien acogida. Esta situación dejaba sólo dos canales principales de discurso público: la palabra hablada (en conjunto, desde el cotilleo hasta el púlpito) y las imágenes visuales: la pintura y la escultura. De ahí la función didáctica del arte, desde las vidrieras de colores medievales pasando por los grandes ciclos de frescos del siglo XVI hasta los iconos políticos como el Juramento de los Horacios, de Jacques-Louis David,

'Juramento de los Horacios'_Jacques-Louise David


determinando la opinión pública en asuntos de fe y en cuestiones políticas. En esas circunstancias, las imágenes hicieron que las leyendas fueran tangibles y creíbles, una creencia convincente; y por lo tanto, influyeron en el comportamiento. Eso era lo que siempre se había supuesto que el arte público hiciera._(...)
   (...)_La vanguardia surgió en un clima de cambiantes expectativas: el triunfo de las clases medias europeas y la expansión de la democracia capitalista. Contra el gusto centralizado, la democracia enfatizó el salón. En vez de ver la obra de un artista calificada de ejemplar por un rey o un pontifice, uno podía ir al salón para descubrir allí una auténtica Babel de imágenes, estilos y mensajes compitiendo entre sí._(...)_El salón estimulaba la comparación; la obra encargada, la fe. El público burgués no inventó el salón, pero sí creó el clima permisivo que dio lugar a la diversidad artística que el salón expresaba hacia 1820; una variedad que podía servir de fermento a una vanguardia. La idea de que la vanguardia y la burguesía eran enemigos naturales es uno de los mitos menos útiles de la modernidad. "Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère": esa frase tan citada de Baudelaire nos recuerda que el burgués, el enemigo nominal del arte nuevo, era su público principal en la década de los sesenta del siglo XIX, y su único público un siglo después.
   Todos conocen el escándalo y los improperios de que fueron victimas los pintores impresionistas entre 1874 y 1877. Pero los hijos de los que se mofaban de ellos se convirtieron en el público de la obra de Monet y de Renoir: aquellos idilios impregnados de luz se transformaron en sus paisajes mentales, un paraíso en la tierra, aquí y ahora. La clase media creó el impresionismo para la clase media, tan ciertamente como los artesanos hicieron lo abanicos rococó para las aristócratas. A su vez, luego los coleccionistas formados en el impresionismo los que se burlarían también de los cuadros fauvistas de Matisse en 1905, pero sus hijos no lo harían. Y así sucesivamente, el público, a veces una generación por detrás del arte, pero nunca más, hasta que después de mediados de los sesenta, el público de clase media por fin abrazó todos los aspectos del arte "avanzado", a tal punto que lo nuevo en una obra de arte era uno de los requisitos para su aprobación.

    Si el público del arte moderno procedía de la heterogénea concurrencia de masas que asistía a los salones de mediados del siglo XIX, el hombre que más hizo para provocarlo -el primer artista vanguardista, en el sentido pleno de la palabra, pues ofrecía tanto lo nuevo como la confrontación- fue Gustave Courbet (1819-1877), la personificación de la imagen del artista antisistema. 

'El origen de la vida'_Gustave Courbet
    Courbet no aceptaba ningún tema que no se pudiera tocar, verificable como hecho físico, en todo su peso, densidad y encarnación del mundo. Su negativa a idealizar parecía amenazadora. Por consiguiente, estaba considerado un primitivo o un revolucionario, o ambas cosas a la vez._(...)_Ningún artísta, hasta entonces, se había opuesto tan enérgicamente al gusto dominante de su época, y ninguno después de Goya y de David había tenido un sentido más poderoso de la misión política. Críticos como Alexandre Dumas hijo lo atacaron con esa clase de retórica que la sociedad suele usar para castigar a los malhechores, y esa furia hoy nos parece desproporcionada precisamente porque, hace un siglo, se consideraba que la pintura contenía una capacidad de alteración que ya nadie le atribuye.
   Courbet no inventó esa credibilidad social del arte por sí solo; era una herencia de siglos anteriores, cuando era una cosa común y corriente que el arte estuviera al servicio del poder establecido. Pero aunque Courbet cambió la historia del arte, su efecto en la historia misma fue insignificante. La lucha de clases en Francia hasta su muerte, en 1877, habría sido muy similar si él no hubiera pintado Los picapedreros y Entierro en Ornans, Sin embargo, nuestra comprensión de esos conflictos sociales sería distinta. Porque el arte no actúa directamente en la política como conjeturaron los comprometidos que vinieron después de Courbet. Lo más que puede hacer es ilustrar con ejemplos y modelos de conducta.
   No obstante, como hemos visto en el capítulo 2, la concepción de una fusión entre el arte radical y la política radical_(...)_había rondado a la vanguardia desde la época de Courbet. A primera vista, tenía cierta lógica. Cambiando el lenguaje del arte, se puede influir en las formas del pensamiento; cambiando la manera de pensar, se puede cambiar la vida. La historia de la vanguardia hasta 193o abunda en diversos (y finalmente inútiles) llamamientos a la acción revolucionaria y a la renovación moral, todo a partir de la esperanza de que tanto la pintura como la escultura podían seguir protagonizando el discurso social como había sucedido antes del desarrollo de los medios de comunicación. Proclamando esas ideas, algunos de los talentos de la modernidad más brillantes se condenaron a autoengañarse permanentemente debido a las limitaciones de su propio arte. Aunque eso apenas cambia sus logros estéticos, hace que la leyenda de sus actos parezca inflada. Se suele leer cómo los dadaístas en Zurich, durante la primera guerra mundial, llenaron de inquietud a los burgueses suizos con sus números de teatro y sus bufonadas en el cabaret Voltaire, sus poemas a base de sonidos simultáneos y los espectáculos de danza, canto y "primitivas" mascaradas; pero su impacto real en Zurich fue insignificante comparado, por ejemplo, con la trascendencia que los bajorrelieves de madera pintada del dadaista Hans Arp han tenido desde entonces para la historia del arte. Incluso cuando el movimiento Dadá se politizó a partir de 1918, su consecuencia real en la política alemana no significó nada. En realidad, el único movimiento vanguardista que tal vez influyó en la política, aunque fuera ligeramente, fue el futurismo, cuyas ideas y retórica (más que las obras de arte realmente pintadas por Balla, Severini o Boccioni) contribuyeron a crear el marco para la oratoria de Mussolini y a establecer la plataforma del culto fascista al conflicto armado, la velocidad, la falocracia y el autoritarismo gimnástico.(...)
   En cuanto al trágico destino de la vanguardia rusa, ya hemos visto cómo los constructivistas esperaban cambiar su país gracias al arte y al diseño, creando no sólo un estilo, sino un hombre nuevo "racional", y cuán pronto, después de 1929, Stalin extinguió esos esfuerzos. (...) ...como hace mucho tiempo señaló Ortega y Gasset, la primera consecuencia del vanguardismo es crear nuevas elites; la obra difícil divide al público en los que la entienden y los que no. Esta división no obedece a la línea política y puede que no esté de acuerdo con el estrato social que tiene el poder.
   La vanguardia creaba estas elites por medio de la simpatía, el proceso del reconocimiento mutuo: las "afinidades electivas" de Goethe. Eran grupos de individuos, no muestras de clases sociales. El arte excepcional era para su pequeño público excepcional un poco como un texto sagrado. La oscuridad que emanaba de esa estética mantenía el círculo cultural en la órbita del artista, como los acólitos alrededor de los sacerdotes. Lentamente, cristalizaba una secta.


   Manet y Flaubert nunca se consideraron "las voces de su época" en un sentido político. De modo que un ala de la vanguardia, como se desarrolló en el siglo XIX, odiaba las multitudes y la democracia fundándose en su derecho a desarrollar un discurso sin considerar las fórmulas para el bien común, en lo que Joyce llamaría "el silencio, el exilio y la astucia". El arte estaba por encima de la política y tenía que estarlo; ¿acaso se podía crear cualquier cosa seria gracias a una comunión democrática con su época? Charles Baudelaire pensaba que no: "Todos tenemos el espíritu republicano en nuestras venas, tal y como tenemos la sífilis en nuestros huesos, hemos sido democratizados y sifilizados".
   Flaubert, Manet y (sobre todo) Degas, tampoco lo creían: su relaismo buscaba una perfección invernal de observación matizada, expositiva, no didáctica. No intentaba mostrar las cosas como deberían ser, sino como eran realmente. El modelo de ese procedimiento, al cual recurrió Flaubert muchas veces, era la curiosidad objetiva del pensamiento científico, y su meta, producir un arte perfectamente límpido en el que se reflejara el mundo. (...) El mundo es un espectáculo que se modifica a sí mismo, pero cuya modificación el artista no puede atribuirse. Con objetividad e ironía, el arte contempla sus revelaciones como un lenguaje. Le basta con buscar la perfección formal y aguzar el lenguaje visual.
   De este modo, a partir de 1880 el arte moderno sería más gratuito, irónico y autosuficiente de lo que jamás había sido. Parecía esotérico, porque lo era.(...) Antes de 1880, la idea de que cada obra de arte contiene y le habla a su propia historia, y que esa conversación forma parte de su significado, se daba más o menos por sentada como trasfondo de la experiencia estética. Con la modernidad, esa noción pasó al primer plano, influyendo en la mayoría de las ideas acerca de lo que era y no era artísticamente avanzado. Cuanto más personal se volvía el arte, más era así. El arte de vanguardia era solitario. Reclamaba los mismos derechos que tenían las ciencias y que Flaubert adoptó como modelo literario; en particular, el derecho de no ser comprendido demasiado pronto por demasiada gente. Esto no se podía conseguir sin la anuencia intelectual de la clase media y un mercado libre. De hecho, el sistema de valores norteamericano eliminó la vocación de confrontación de la vanguardia. Estados Unidos aceptó el cambio; era adicto al progreso. Del mismo modo que su vida comercial se impregnó con el mito de la innovación utópica (personificada en el lema de la Exposición Universal de Nueva York en 1939 "¡El mundo de mañana: hoy!"), así también su industria cultural llegó a depender del anuncio de los desconcertantes y novedosos cambios estéticos, y del afán de embutir el "escalofrío" de lo próximo dentro del ahora. Acogió un modelo metódico y práctico de la novedad y de la diversidad. Nadie "quería" una Academia,




   Tampoco el futuro cultural parecía infundir miedo, (...) ... la angustía de la vanguardia europea -la hostilidad hacia el público que fulgura en un cuadro de Beckmann o incluso en uno de Picasso- se transformó en la idea del arte avanzado como terapia radical. Por lo tanto, la oposición entre el artista y el público casi desapareció. De modo que la principal esperanza de la vanguardia europea -que el nuevo arte pudiera cambiar la sociedad desafiándola- tuvo muchas dificultades para echar raíces en Estados Unidos.(...)
   Mientras tanto, el fetiche de la innovación estilística también se ha desmitificado, (...) Miramos al pasado y reflexionamos acerca de cómo ha configurado el presente. Pero el valor estético no emana de la aparente capacidad de la obra de predecir el futuro: no admiramos a Cézanne porque influyera en los cubistas. El valor nace de las profundidades de la obra misma: de su vitalidad, de sus cualidades intrínsecas, del discurso que dirige a los sentidos, al intelecto, a la imaginación; del uso que hace del cuerpo concreto de la tradición. En arte no hay progreso, sólo fluctuaciones de intensidad.(...) Los logros de la modernidad seguirán influyendo en la cultura durante las décadas venideras, debido a lo grande, imponente y, tan irrefutablemente convincente, que fue. Pero nuestra relación con sus esperanzas se ha transformado en nostalgia. La época de "lo nuevo", como el siglo de Pericles, ha entrado en la historia. Ahora nos enfrentamos al vacío de un arte totalmente monetarizado, en cuyo bajío poco profundo y excesivamente iluminado escuchamos unas débilas voces proclamando que su propia vacuidad es (¿qué otra cosa iba a ser?) un "nuevo desarrollo".


 

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