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miércoles, 5 de octubre de 2011

El FuTuRo que FuÉ_(1 de 6)_-_(Capítulo 8 del Impacto de lo Nuevo_de Robert Hughes)

   "Los años setenta, una época que provoca poca nostalgia en el mundo del arte de hoy, pasaron sin dejar atrás una estética "típica". No fue una época de movimientos. Éstos, sobre todo el arte pop, pertenecían a los años sesenta. Los movimientos resucitarían con un brillo estruendoso en los años ochenta bajo el signo del reciclaje port-modernista: el neoexpresionismo, la pittura colta, el "neo-geo", y así sucesivamente. Pero en 1975 todos los ismos parecían pertenecer al pasado y las únicas personas que hablaban de "movimientos" -con añoranza, además- eran los marchantes. Los años sesenta produjeron estrellas del mundo del arte con la desenfrenada frecuencia de un niño agitando una bolsa llena de purpurina. El boom del mercado de los ochenta convertiría este proceso en una parodia. Pero no había ninguna nueva estrella de las artes en la década de los setenta exceptuando al adusto y moralizador Joseph Beuys en Alemanía.


   En la década de los setenta, los vestigios de las viejas discrepancías vanguardistas se reflejaban a través del enfrentamiento entre el arte "de la corriente principal" y el arte derivado de los medios de comunicación; un combate que estos últimos ganaron. Los años setenta fueron más pluralistas; toda clase de arte, desde los edredones feministas hasta los pastiches de Poussin, de repente encontró espacio para coexistir y la idea de "la corriente principal", tan cara a la crítica formalista, se hundió en la arena. Más aún, la noción de una vanguardia se vino abajo. La realidad social y el comportamiento cultural le habían despojado de sus significados. El ideal de la renovación social a través del desafio cultural había durado cien años, y su desaparición marcó el fin de la visión buscada afanosamente, aunque nunca consumada, de la relación entre el arte y la vida. Sin embargo, cuán total resultaría su extinción no se hizo finalmente evidente hasta que el mercado de los años ochenta la reemplazó. Porque fue el mercado lo que convirtió a la vanguardia en su pariente comercializado.


   En los setenta la modernidad devino la cultura oficial de América y de Europa. Apoyado por una disminución de los impuestos, encerrado en los museos, escudriñado por ejércitos crecientes de académicos y estudiantes graduados, reasegurado por corporaciones y agencias del gobierno, difundido a través de la educación de los norteamericanos ricos e inteligentes, coleccionado cada vez con más entusiasmo, la modernidad disfrutó a finales de los años sesenta del respaldo más fuerte que arte alguno haya tenido jamás de su sociedad. (La Roma del siglo XVII y el Egipto de los faraones quizá sean excepciones.) Naturalmente, esto acabó con el estatus de "independencia" que antes definía a la vanguardia. El indicio más claro de esto fue el desarrollo del museo norteamericano.


   A mediados del siglo XIX, los nortemericanos instruidos tendían a ver el arte como una rama de la piedad. Consideraban que toda clase de cuadros, desde los de Rafael y Guido Reni hasta las producciones más humildes de los luministas norteamericanos, eran como vehículos de instrucción moral. Hacer donaciones a los museos era la nueva forma de pagar diezmos. E incluso, aunque el arte no fuera ostensiblemente piadoso, se suponía que actuaría sobre el provincianismo nortemericano, ayudando a refinar su materialismo y puliendo las tosquedades de los nuevos ricos. El ideal del mejoramiento social por medio del arte liberó inmensas sumas de dinero y donaciones para la creación de museos, mientras el manto blanco de esas instituciones cubría a Norteamérica. Los ricos también lograron que el Congreso declarara que los obsequios a estos museos fueran deducibles.
   Así fue como se puso en marcha un formidable sistema de mecenazgo cultural. Al principio de la edad museística norteamericana, última década del siglo XIX, el Estado administraba casi todos los museos europeos y el gobierno los financiaba, y así permanecerían. En Norteamérica, el control seguía siendo privado, y la agresividad del capitalismo norteamericano se preparó para competir con las lentas burocracias culturales de Europa. Los mecenas de la norteamérica eduardina, rechinando sus dientes de tiburones, habían atesorado monumentos del arte del pasado en los palazzi Beaux-Arts. Pero el gran cambio tuvo lugar en 1929, cuando se fundó el Museo de Arte Moderno (MOMA) en Nueva York.
   Hasta entonces, para la mayoría de las personas, las palabras "museo" y "arte moderno" sonaban incompatibles. En 1929 ningún museo europeo quería coleccionar arte moderno. Sin embargo a un círculo de coleccionistas iluminados de Nueva York, esta prohibición les parecía innecesaria, y Alfred Barr, el director que eligieron para el MOMA embrionario, opinaba lo mismo.
   La colección del MOMA sería ecuménica; aunque en realidad se inclinó marcadamente hacia los logros de la Escuela de París. El MOMA de Barr tampoco hizo ningún esfuerzo para ocultar las conexiones profundas entre el arte modernista y el que le precedió. El MOMA tendía a difundir las tensiones de cada momento dentro de las luchas de los vanguardistas concediéndoles un valor histórico.

   A mediados de los años sesenta , el museo norteamericano se había transformado en el hábitat establecido del arte "vanguardista", y la universidad norteamericana en su incubadora.


  
   La diferencia esencial entre cualquier escultura del pasado y Equivalente VIII, de Carl André es que la obra de André depende totalmente del museo. Un Rodin en un estacionamiento sigue siendo un Rodin mal colocado; Equivalente VIII en el mismo estacionamiento simplemente no es más que un montón de ladrillos. Sólo el museo le proporciona la etiqueta que la identifica como arte, inmiscuyendo los ladrillos en el debate formal sobre los contextos, lo cual permitía que se vieran como parte de un movimiento artístico llamado "minimalismo". La parodoja de tales obras era que lo apostaban todo por el contexto institucional para lograr su efecto, mientras que, por otra parte, afirmaban la densidad y la singularidad de las cosas en el mundo real.
 
 
   De vez en cuando, una obra polémicamente minimalista estallaba (por así decirlo) en el mundo real procedente del museo, provocando tensiones. Tal fue el caso del Arco inclinado (1981), de Richard Serra.
   Era con mucho la escultura más ferozmente anticívica jamás colocada como monumento público en una ciudad norteamericana. La culpa la tenía el patrocinador al suponer que en materia de arte monumental no había que consultar a la población: era como si lo considerara algo medicinal, igual que el flúor en el agua potable, aunque actuaba en el alma en vez de en los dientes. El Arco inclinado demostraba cuán equivocada era esa actitud. A la larga lo quitaron, a pesar de la tenaz oposición de Serra, quien afirmó que, por tratarse de "una escultura para un lugar específico", sacarla de allí sería destruirla y reducirla al montón de metal oxidado y sin sentido que sus oponentes ya decían que era. Si algo demostraba el destino del Arco inclinado, es que puede ser que el buen arte no sea necesariamente buen arte público.
   Sin embargo, la escultura monumental más popular y más cargada de significado social de finales de los setenta fue una clonación estilística de la obra de Serra, diseñada por una joven estudiante de arte llamada Maya Lin: esos pulimentados muros de mármol nagro en forma de V con cascadas de nombres bajando hasta el suelo, en Washington, ese mausoleo que con elegancia y gravedad rinde homenaje a los norteamericanos que murieron en Vietnam, cuyos 53.939 nombres se grabaron en bloques.
   
  Pero aquí los materiales eran bellos; el tono, elegíaco; el contenido, impregnado de una emoción intensa, y el ego del artista quedaba disminuido.

   El caso del Arco inclinado fue excepcional en una Norteamérica que por los años ochenta había aprendido a aceptar cualquier cosa procedente de los artistas simplemente porque eran artistas, y por tanto privilegiados. El MOMA insufló sus valores a través del sistema de enseñanza norteamericano, desde el instituto hacia arriba; y hacia abajo también, estimulando extremadamente el prestigio de la "creatividad" y de la "autoexpresión" en los jardines de infancia. (...). Los valores y las actitudes de la modernidad ya no eran un asunto secundario en la historia del arte; se habían convertido en una industria, vinculada de cien maneras a la práctica de los museos, al mercado y a las actividades de los artistas contemporáneos. El lapso de tiempo entre la ejecución de la obra y su interpretación se redujo casi a cero, y la cantidad global de comentarios sobre el arte nuevo y nominalmente vanguardista rebasó los limites de lo que hubiera sido concebible en la época de Courbet, Cezanne o incluso Jackson Pollock. Por cada gramo de ideas nuevas, esta sobrecarga producía una tonelada de jerga llena de ensalmos, unos textos sobre arte en los que el miedo a no estar al día se mezclaba con el deseo de encontrar héroes y heroínas históricos debajo de cada piedra. Vinculado al sistema educacional, la modernidad institucional produjo unas versiones de la historia del arte que se podían enseñar con facilidad, enfatizando la narrativa banal de "progreso", "innovación" y "movimiento". Esta versión de las prioridades modernistas llegó a ser tan dogmática y rígida como las beaterías de la cultura oficial de hacía un siglo. En 1988, por ejemplo, cuando el British Council trató de encontrar en Nueva York un espacio para su exposición de Lucian Freud, ningún museo de allí la aceptó: la obra de este gran realista no era "moderna", mucho menos "postmoderna", y no encajaba dentro de la ideología estética de los museos."
   

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